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ADIOSES

Tomás observó fijamente los ojos de Carmen, la oncóloga. Ella, rehuyendo su mirada, le informó que el tratamiento experimental al que se había sometido no había dado el resultado esperado, el cáncer se había extendido. Lo cierto era que él ya lo sospechaba, puesto que, cada día que pasaba, se iba encontrando peor. Tras un breve periodo de silencio, le preguntó cuánto tiempo de vida le quedaba. Unos meses, quizás un año…, le respondió. A continuación, Carmen le indicó que iba a hacer una interconsulta a la unidad de cuidados paliativos; también le extendió una receta de ansiolíticos.

Se levantó de la silla cuando finalizó la consulta y, con el semblante sereno, se despidió de la especialista que le había atendido en el último año. Sus dudas se habían disipado, tenía claro lo que debía hacer a partir de ese momento. Al llegar a su domicilio, se dirigió al estudio, extrajo unos folios del cajón y comenzó a escribir a su amigo…


Hola Juan Carlos:

La pasada semana subí al desván de mi casa; cajas apiladas, cachivaches y legajos se amontonaban por las esquinas. Resultaba una misión casi imposible encontrar algo en aquel batiburrillo, así que tomé la decisión de ordenarlo. No sé cuántas bolsas he depositado estos días en la basura. Ayer, absorto en plena faena, encontré un pequeño baúl ya olvidado. Al abrirlo, di con algunas fotografías de nuestra infancia. Me llamó la atención la grisura de las calles, los muros agrietados de las casas, la escasez y las penurias de aquella época. Las imágenes se correspondían con un tiempo sombrío, pero que, en mi memoria, se tiñen de alegres colores. Rememoré los días de lluvia de mi niñez y cómo las nubes se reflejaban en los charcos; entonces me parecía un milagro que el cielo se hallara al alcance de mis manos. A veces, hasta los colores del arco iris se dibujaban en el agua. No sé en qué instante perdí la inocencia, pero cuando supe que la iridiscencia se generaba con las pequeñas fugas de aceite de los vehículos de motor no recuerdo haberme sentido frustrado. Por el contrario, lo que sentía era una enorme curiosidad por conocer el origen de aquellos fenómenos o el funcionamiento de cualquier artilugio. Ahora, al mirar los ojos de los niños cuando descubren su propia sombra o el agua cristalina que brota de un manantial, siguen conmoviéndose mis entrañas. Añoro ese tiempo de la infancia en el que fui tan feliz.

Fue en otro periodo de nuestra existencia –ese en el que un universo turbulento y misterioso se abre paso en nuestro interior- cuando ocurrió el incidente que modificó mi manera de estar en el mundo. Me consta que aquel suceso afectó a la vida de Javier y es posible que quedase también grabado en tu recuerdo. Fue entonces cuando cristalizó nuestra amistad. Aquel día salimos muy de mañana hacia las minas abandonadas con el resto de la cuadrilla. Teníamos la intención de recoger minerales para la clase de ciencias naturales. Apenas había pasado un cuarto de hora cuando Javier recibió sus primeros insultos. No era la primera vez que se cebaban con él. La delicadeza de su rostro, su gesto amanerado, despertaban los peores instintos de aquellos desalmados. Se me hacía insufrible aquella crueldad, pero yo no me atrevía a defenderle, sentía un gran temor de que pudieran tomarla conmigo.

Como siempre, tú te enfrentaste a ellos y, luego, tuviste que soportar sus burlas y su desprecio; como siempre, yo admiré tu valentía.

A media mañana encontramos un sapo a la vera del sendero. A Jósean -¿recuerdas que él siempre llevaba la voz cantante?- se le ocurrió la “brillante” idea de practicarle una vivisección. Decía que era la mejor manera de estudiar el funcionamiento del corazón, que así podríamos observar directamente los latidos de aquel animal. Mientras Damián y Alberto se ocupaban de sujetar las patas del pobre batracio con unas ramas, Jósean sacó la navaja de su bolsillo y extrajo la hoja de la hendidura. Aquella desgraciada criatura que había caído en nuestras manos ni siquiera croaba, pero su silencio era todo un clamor. El sapo, al sentir el contacto del filo sobre su piel, comenzó a hincharse como un globo. La escena que yo estaba contemplando era de un horror insoportable. Así que tomé una vara gruesa que se hallaba en el camino y, con ella, golpeé repetidas veces a aquel desgraciado animal hasta matarlo. Recuerdo, como si hubiera ocurrido ahora mismo, la mirada de estupefacción de Jósean. Luego, arrojé el palo y me alejé. Al cabo de unos pocos minutos, noté que solo Javier y tú me seguíais y, los tres juntos, continuamos el camino sin mirar atrás. En ese instante, fui consciente de lo que acababa de hacer y, también, de que solo vosotros dos habíais comprendido el profundo significado de mi acto.

Te preguntarás por qué te estoy narrando un acontecimiento que ocurrió hace ya tantos años y que, posiblemente, hayas olvidado. La verdad es que necesito hacerlo para que comprendas lo que escribiré a continuación. Ten paciencia.

Creo que compartirás conmigo que la mayoría de los niños encuentran algún motivo de alegría o felicidad incluso en las situaciones más adversas. A esa edad, las palabras de alguien que nos aprecia, una caricia o un objeto cualquiera con el que podamos entretenernos, nos permite soslayar cualquier mal rato que hayamos podido experimentar. La adolescencia ya es otro cantar. Aprender a vivir como un adulto no resulta nada fácil y si, además, los que te rodean se burlan siempre de ti o no deseas volver a casa porque tus padres se pasan la vida riñendo, todo empeora. En esa época, cuando observaba las filas de hormigas que transportaban semillas y trocitos de hojas aferradas a sus mandíbulas, las envidiaba. Me maravillaba su determinación, que cada una de ellas supiera lo que tenía que hacer. Yo, por el contrario, me debatía en un mar de dudas, no sabía qué decisión tomar, cuál era el camino que debía seguir. En aquellos momentos, solo vuestra amistad calmaba el desasosiego que sentía. Con el paso de los años nuestros destinos se separaron. Sin embargo, siempre presentí que nuestros espíritus seguirían unidos de algún modo, entrelazados en el tiempo y el espacio.


Sabía de la existencia de Javier a través de su madre, a quien yo atendía en el ambulatorio. Bien en la consulta o bien en la calle, la madre de Javier me iba describiendo las vicisitudes de su vida. Me contó que, después de hacer la mili, se había ido a vivir a Barcelona. Allí había trabajado como bailarín en espectáculos de variedades y, algunos años más tarde, había formado parte de varias orquestas aprovechando sus conocimientos musicales. Me reveló que, Javier, ya no ocultaba su homosexualidad y que había tenido varias parejas; también que le contaba muchas cosas de nosotros y, me aseguraba, que habíamos sido sus mejores amigos.

Una tarde me topé con ella paseando por la alameda. Me confesó que estaba muy preocupada con Javier. Estaba enfermo y sabía que no se encontraba bien; además, en ese momento no tenía pareja, vivía solo. Ella le había rogado que volviera a casa en numerosas ocasiones para que pudiese cuidarlo, pero él siempre se negaba. Fue por entonces cuando recibí una llamada telefónica de nuestro amigo en el consultorio. Afirmó que se sentía muy enfermo, que su enfermedad no tenía solución y que necesitaba hablar de un asunto muy importante conmigo. Me pidió -más bien me suplicó- que fuera a visitarle, ya que él se encontraba muy débil y apenas tenía fuerzas para salir de su domicilio. Aprovechando que se acercaba el puente de la Constitución, solicité al director médico del centro de salud unos días de permiso y viajé a Barcelona en tren.

No me costó encontrar su dirección. Vivía en la planta baja de un edificio antiguo. Cuando abrió la puerta y le vi, me sentí profundamente consternado. Estaba muy delgado, había perdido casi todo el cabello y se desplazaba lentamente apoyándose en las paredes y con la ayuda de un bastón. Nos sentamos en la cocina a tomar un café y nos pusimos rápidamente al día de nuestras vidas. En un momento dado, aseveró que siempre había intuido que yo me dedicaría a una profesión cuya finalidad fuese ayudar al prójimo y que, de todas las posibles, se había alegrado mucho de que yo hubiera decidido ser médico. Me dijo que, desde que éramos muy niños, había reconocido mi especial sensibilidad hacia el sufrimiento de los demás y mi predisposición para el consuelo. Sostenía la idea de que yo siempre hallaba el gesto o la palabra adecuada para aliviar el dolor o el malestar de quien sufría. Pensé, ingenuamente, que era lo que él necesitaba y que para eso me había llamado, pero cuando puse en marcha los recursos que la experiencia de ejercer la medicina me había enseñado, me detuvo con un gesto y me explicó:

  • No, Tomás. Te agradezco tus palabras, pero no es eso para lo que te he pedido que vengas.

Se levantó con dificultad y se sirvió un vaso de agua. Al sentarse, habló de nuevo:

  • ¿Recuerdas el día en que te abalanzaste sobre aquel desgraciado sapo y le golpeaste hasta que murió? En aquel momento hiciste lo que yo deseaba con toda mi alma: librarle al animal de aquel terrible suplicio. Yo estaba entonces tan amedrentado que no tenía valor para enfrentarme a aquellos bárbaros.

Se detuvo un momento y tomó un sorbo de agua. Después continuó:

  • Lo que ahora necesito de ti es un acto de amor similar. Te ruego que acabes con mi sufrimiento. Deseo que me practiques una eutanasia.

Nuestro amigo me contó los pormenores de su enfermedad, el deterioro progresivo e imparable que estaba padeciendo, su miedo casi irracional a la dependencia. No quería suicidarse. Me confesó que se le hacía insoportable saber cuánto sufría su madre a causa de su estado y que no deseaba aumentar ese sufrimiento acabando él mismo con su vida. Ella nunca lo comprendería, me dijo. Esos días, Juan Carlos, fui descubriendo facetas de la personalidad de Javier que yo desconocía, puesto que solo podemos saber de otro ser humano en la medida en que él se quiera dar a conocer.

Creo que puedes imaginar el impacto que me causó su petición. No era la primera vez que un enfermo me había solicitado que finalizara con su vida, pero sí era la primera que una persona a quien me unían fuertes afectos me lo demandaba. Hasta entonces yo no había pensado mucho en la muerte, me refiero a la muerte propia. Por lo menos, en lo que a mí se refiere, morirse era cosa de los demás, de los enfermos que atendía, y solo, en contadas ocasiones, había sentido próxima la frialdad de la muerte al arrebatarme a un familiar querido.

Le pedí que me diera algún tiempo para meditarlo.


Yo te juro que deseaba con toda mi alma aliviar su sufrimiento, aunque no de aquella manera. Aquellos días le propuse todo lo que mi mente fue capaz de discurrir con el ánimo de que modificara su deseo de poner fin a su vida. Intenté traerle de nuevo al pueblo prometiéndole que aquí le atendería, que, si él quería, podría vivir conmigo, que jamás le abandonaría. Pero Javier no cambió de opinión.

De aquello, Juan Carlos, han pasado ya más de veinte años. No recuerdo bien cómo conseguí entonces los medicamentos que necesitaba para ayudarle a morir; tampoco cómo reuní las fuerzas y el valor para hacerlo. Antes de practicarle la eutanasia, Javier me hizo prometer que no le diría nada a su madre y que la seguiría cuidando y atendiendo; también me pidió que le despidiera de ti y que te explicase –cuando yo lo estimase oportuno- que moría en paz y recordando la buena amistad que nos había unido a los tres. Cuando los fármacos empezaron a surtirle efecto, yo no pude reprimir el llanto. Entonces él me miró y, sonriendo, exclamó: ¡llora tranquilo, Tomás!, ¡te quiero!, ¡Adiós!

No le dejé solo en ningún momento. Nuestro amigo murió acompañado y sintiéndose querido. Te puedo asegurar que sus últimas palabras aliviaron el pesar que yo sentía. ¡Te das cuenta, Juan Carlos!, ¡fue Javier quien finalmente me consoló a mí! Había padecido tanto y de tantas maneras distintas a lo largo de su vida que sabía del sufrimiento -y de su consuelo- mucho más que yo.


Y ahora llega mi “adiós”, querido amigo. Mi enfermedad tampoco tiene cura y he descubierto que no tiene sentido para mí vivir los días que me restan sufriendo. Antes de que la medicación turbe mis sentidos -y yo deje de ser yo- me despediré de esta mañana de cielo azul, del aroma de la hierba fresca, del olor a mar que baña la costa y del canto del jilguero que se cuela por la ventana. Quizás algún día, quien sabe, alguno de nuestros átomos vuelva a entrecruzarse de nuevo.

Rentería, primavera de 2023.



Autores:

- de la ilustración: Omar Clavé Correas

- del relato: Eduardo Clavé Arruabarrena. Especialista en Medicina Interna, Experto en Bioética.

Blog: relatoscortosejj

Comentarios

  1. Muchas gracias Eduardo por transformar las experirencias de tu vida en relatos cortos que nos hacen a todos aprender a vivir y a disfrutar con mas intensidad lo que es vivir !!

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  2. La mejor enfermedad que pueden tener los que vivan y sean tratados por ti, es que tu amor por la vida y por evitar o limitar el sufrimiento ajeno sea contagiosa como tus afectos !!

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