El boxeador
Marcos ni siquiera miró por la ventana, le daba igual el tiempo que hiciera afuera. Acababa de cumplir cincuenta y seis años y, desde que estaba en el paro, para él todos los días eran iguales. Puso el collar alrededor del cuello de Alai, su perro, y se dispuso a salir a la calle. Dejó el ascensor y bajó andando las escaleras ya que, según los vecinos, el chucho apestaba; no quería disgustarse de nuevo con ellos.
Al salir del edificio, le pareció que nada había cambiado, hasta las chispas de soldadura del taller de motos que estaba enfrente del portal se asemejaban a las de otros días. La estación del ferrocarril estaba muy cerca de su casa y los aledaños eran un buen lugar para que Alai hiciera sus necesidades; jaló de la correa del perro y se dirigió hacia las vías del tren. De niño, le entusiasmaba el ambiente ferroviario, le encantaba contemplar el chisporroteo que se producía al pasar el pantógrafo de los vagones por la catenaria o escuchar el ruido de la locomotora al partir después de que el jefe de estación hubiera tocado su silbato dando permiso al maquinista para que saliera. Ahora, ya no era lo mismo, el progreso había eliminado gran parte de su magia.
Por el trayecto, se cruzó con Silvio, un joven encorvado y solitario que las malas lenguas del barrio tildaban de loco. Sin embargo, Alai meneaba la cola siempre que lo veía y, ya se sabe, los perros conocen bien a las personas. Más adelante, saludó a Omar y a su madre Fátima ataviada con su hiyab. El muchacho sufría de cierto tipo de autismo y, cuando veía al chucho, se detenía unos minutos para acariciarle; después proseguiría su camino, acompañado de su madre, hacia el centro de educación especial. Marcos agradecía estos momentos. Eran los únicos en los que todavía le parecía que seguía siendo un ser humano.
Al llegar a la estación, se les acercó un pordiosero pidiéndole limosna. Mientras decidía si darle unos céntimos u ofrecerle un cigarrillo, el mendigo se agachó y comenzó a hablarle a su perro. Su voz sonaba extraña y el perfil de su cara mostraba cicatrices de lucha. Entonces le reconoció. Era Pepín, el boxeador que había conquistado la fama en su pueblo tras proclamarse campeón regional. Marcos recordó cómo, siendo adolescente, ahorraba el poco dinero que caía en sus bolsillos con la esperanza de que le alcanzase para disfrutar de alguna de las veladas de boxeo que se celebraban en la capital. Conocía bien a Pepín, habían crecido en el mismo barrio, era huérfano de madre y su padre, casi siempre borracho, le golpeaba sin ningún motivo. Quizá fueran esas palizas que le propinaba su progenitor las que le convirtieron en un gran fajador. Además, tenía un gancho espectacular y un crochet demoledor. Después de conquistar el campeonato, empezó a salir con la joven más guapa del universo o, al menos, eso les parecía a Marcos y a su cuadrilla. El púgil se había convertido en un héroe, había logrado lo que ellos tanto deseaban: escapar de la miseria y enamorarse de la chica más bella del mundo.
Marcos no sabía exactamente lo que sucedió después. Las vecinas decían que la novia le había abandonado y que, con todo el dinero que había ahorrado en los combates, había huido con el entrenador de Pepín a América. Éste, luego, se dio a la bebida y perdió los dos siguientes combates. Después no se volvió a saber nada más de él. Algunos decían que había muerto en un accidente, otros que había dado con sus huesos en la cárcel, incluso se dijo que se había hecho monje y que estaba recluido en un convento de clausura.
Ahora lo tenía allí, a su lado, desharrapado, acariciando a su perro, pidiéndole una caridad. Al contemplarlo en ese estado, recordó las palabras de su propio padre que le decía: Marcos, hijo, nunca saldrás de pobre, los ricos nunca dejarán que levantemos la cabeza, nuestro destino está marcado, nacemos y, mientras vivimos, solo alcanzamos donde nos lleven las aguas.
Marcos le ofreció un cigarrillo a Pepín y fumaron los dos en silencio. Mientras inhalaba el humo de su pitillo se preguntó cómo habría sido la vida de aquel hombre que había llegado a rozar la felicidad. Pensó que las cicatrices de su rostro no serían nada comparadas con la de su alma. La cruda realidad le mostraba que, probablemente, su padre tenía razón, que para que el mundo no perdiera su armonía, ellos debían seguir marcados por la miseria.
Cuando terminó de fumar, el boxeador se acercó al perro y le abrazó. El chucho le correspondió lamiéndole la cara y, entonces, una media sonrisa dejó entrever su boca desdentada. Marcos consideró en ese momento que Alai era más compasivo que él y mucho más humano que el resto de la humanidad. Pensó que era mejor no pensar, que los próximos días seguirían siendo iguales a los anteriores y que nada cambiaría.
Silbó a su perro y se despidió de Pepín.
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