Vidas desgraciadas
Eloy salió de casa antes del amanecer, entró en el bar de la esquina y pidió un carajillo. Mientras se lo preparaban, recordó el momento en el que le hicieron entrega de un reloj: “La empresa le agradece los servicios que ha prestado durante estos años...” Aquel día había llevado una botella de crianza, algunas cervezas y jamón serrano del bueno para celebrarlo con sus compañeros de taller durante el periodo de descanso. Aprovecharon ese tiempo para comentar las incidencias del partido de fútbol del día anterior mientras echaban un trago y picaban alguna tapa; luego, todos soltaron algunas carcajadas cuando “el chispas” contó un chiste. Tras la pausa, se volvieron al tajo no sin antes desearle una feliz jubilación. Sin embargo, al sonar la sirena que indicaba el fin de la jornada, se sintió extraño, le parecía que se había convertido en un ser anodino, prescindible…
Aquí tiene, caballero.
Las palabras del barman le apartaron de sus cavilaciones. Cuando la taza dejó de humear, la tomó en su mano y sorbió el café lentamente. Afuera, ya despuntaba. Pagó la consumición y se dispuso a salir del local.
¡Qué tenga un buen día!-, le deseó el camarero.
Eloy se despidió de él con un leve movimiento de su cabeza.
Casi al mismo tiempo, Miguel salía de la habitación donde estaba ingresada Teresa; se encontraba peor, hasta el punto de que ella no le había reconocido. Su marido, que la había cuidado durante toda la noche, le agradeció su visita; no sospechaba de la relación amorosa que mantenía con Teresa desde hacía más de un año.
Antes de salir del centro sanitario, se dirigió a orar a la capilla del hospital. Se alegró de que estuviera desierta, no quería que nada lo distrajera. Llevaba meses rogando al Señor que se apiadara de ellos, pero Él no le escuchaba. Por ese motivo se dirigió a la Virgen, pensó que una mujer podría comprender mejor el amor que los unía; se arrodilló y no pudo evitar el llanto.
Entre lágrimas, revivió cómo la había conocido en una de las colectas organizadas por la parroquia para cubrir las necesidades de las mujeres migrantes -algunas con hijos pequeños- que habían cruzado el mar en pateras. A primera vista le pareció una mujer delicada, frágil. Ella se acercó al finalizar la recaudación y le preguntó:
¿Puedo hacer algo más para ayudar a estas mujeres?
Miguel se sintió cautivado por su sonrisa de carmín y, al tenerla tan cerca y escuchar su voz, comenzó a trastabillar, no acertaba a pronunciar las palabras, nunca había sentido una emoción semejante. Cuando se despidieron, la siguió con la mirada hasta que abandonó la iglesia.
Después siguieron viéndose en la catequesis de los niños y en distintas tareas parroquiales. Hablaban de distintos temas, no solo religiosos. De esta manera, Miguel, supo que estaba casada con un hombre bueno y cariñoso, pero no era una mujer feliz. Se cuestionaba si la vida solo consistía en cuidar de los hijos; en cuanto a su marido, no sabía si realmente lo amaba. Las conversaciones que ambos mantenían, se alargaban cada vez más y, sin pretenderlo, se enamoraron.
Al acabar sus rezos, Miguel se levantó y abandonó el oratorio. No quiso tomar el autobús y se dirigió a su casa a pie; al llegar se ducharía y, después, iría a oficiar la misa en la iglesia parroquial.
Consultó su reloj y bostezó aburrido, todavía le quedaba todo el día por delante. Nunca se hubiera imaginado que echaría de menos el camino a la fábrica o las horas pasadas en el taller haciendo limas. Miró a su alrededor, no sabía a dónde dirigirse ni qué hacer. Desde que se había jubilado le parecía que ya había recorrido todos los bulevares, plazas y calles de la ciudad; a veces, cuando se cansaba, se sentaba en un banco y echaba un pitillo, en otras ocasiones, entraba en un bar a tomar una cerveza. Mal que bien, se iba acostumbrando a su nueva rutina, en la que nada ni nadie le esperaban. Así que ese día comenzó a caminar sin rumbo, cruzándose con personas anónimas, parándose a mirar escaparates o a leer carteles.
Se detuvo en las proximidades de un centro escolar al ver que un pequeño lloraba aferrándose con fuerza a las piernas de su abuela, el niño no quería entrar. Cuando al fin pudo dejar al pequeño con la profesora, la señora atravesó la verja de la escuela y tropezó con Eloy. Como si le conociera de toda la vida, le comentó:
- ¡Qué edad tan bonita!
Eloy no le contestó. De su infancia se podrían decir algunas cosas, menos que hubiera sido bonita; había crecido en un páramo sentimental, sin afectos en los que apoyarse. Su madre había fallecido siendo él todavía un bebé y su padre era una persona huraña que aliviaba su soledad bebiendo vino, murió alcoholizado cuando él acababa de cumplir los dieciséis. Entonces, con el alma endurecida, dejó el instituto y se puso a trabajar.
Tampoco tenía hijos, ni estaba casado. Siendo todavía joven salió algún tiempo con una chica, pero un día ella le dejó una nota que decía:
“Hola, Eloy. Nunca sé en lo que estás pensando, tampoco sé si me has querido alguna vez. Yo no te quiero y lo mejor es que lo dejemos.”
Después se había relacionado con otras mujeres, pero lo cierto era que no congeniaba con ninguna. Iba al cine con ellas, tomaba alguna copa, bailaba a veces, pero, cuando pasaban algunas semanas, notaba cómo se distanciaban de él y, finalmente, le dejaban. En fin, el tiempo fue pasando y se convirtió en un hombre taciturno, solitario.
Salió de la sacristía y se dirigió al altar. Tras el saludo inicial y, mientras hacía la señal de la cruz, observó a las personas que estaban sentadas en los bancos: eran las mismas beatas de siempre. Celebró la misa, pero le costó seguir el rito de una manera ordenada, su mente se hallaba dispersa.
Acabada la ceremonia, decidió volver al centro sanitario, necesitaba verla de nuevo, sentirla. Una vez allí le pediría a su marido que les dejara un rato a solas con la excusa de administrar algún sacramento. Quizá, en ese momento, la encontrara más lúcida; quería escuchar su voz y besarla sin que nadie los viera.
Al llegar al pasillo de la planta donde se hallaba la habitación de Teresa, encontró a su marido llorando. Este, al percatarse de su presencia, le dijo con la voz quebrada por el llanto:
La están sedando…
Miguel, visiblemente afectado, se dio media vuelta y salió del edificio. Ya en la calle, alzó su mirada al cielo y musitó:
¡Pero qué has hecho, Dios mío!
Estaba enojado, renegaba de sus creencias,… Vio un bar abierto y pidió un vaso de vino, y luego otro…
Ya era mediodía, los comercios estaban cerrando. Aunque no tenía hambre, Eloy se tomó un pincho de tortilla y una cerveza en una tasca; luego se entretuvo viendo un programa de televisión desde la barra. Al salir, las tiendas habían vuelto a abrir. Vagó entre calles desconocidas hasta perderse en uno de los extrarradios donde solo se veían montones de escombros, grúas y otros materiales de construcción. Se paró junto a un anciano que miraba las obras. Este, al notar su presencia, le dijo:
Esto antes era un vergel: huertas y árboles frutales por todas partes.
Y, meneando la cabeza, aseveró:
Todo va mal.
Se alejó, dejando al anciano rumiando con sus pensamientos.
Cerca de allí estaba el río. Al aproximarse, descubrió en la orilla despojos de animales entre matorrales de cuyas ramas colgaban jirones de plástico desvaídos. En ese instante, tuvo la extraña sensación de que el mundo que conocía se estaba extinguiendo, de que, tal y como afirmaba aquel viejo, todo iba de mal en peor.
Se había ordenado sacerdote siendo todavía un hombre joven e inexperto y, muy pronto, sus ideales religiosos chocaron con una realidad materialista, prosaica. Gracias al contacto con curas más experimentados pudo emprender una labor pastoral acorde con una verdad distinta de la que le habían enseñado en el seminario. Con los años, fue modificando su opinión respecto de algunas normas de la iglesia como era el celibato. Se convenció de que el amor sincero entre un hombre y una mujer era una extensión del amor de Dios y, por ese motivo, nunca se había sentido culpable de amar a Teresa, aunque ella fuese una mujer casada. De hecho, Miguel pensaba que, a pesar de sus defectos, era un hombre honrado.
Pero, a medida que el vino le iba surtiendo efecto, iba perdiendo la confianza en sí mismo. Hasta entonces, había pensado que lo mejor era ocultar su relación amorosa con Teresa, se sentía en la obligación de preservarla de los comentarios dañinos de la gente. Sin embargo, en su recorrido por bares y tabernas, le asaltaban las dudas y se preguntaba si habría mantenido su amor en secreto por ella o porque, de esa manera, era él mismo quien se protegía. Le parecía que si la hubiera amado de verdad, debería haber colgado los hábitos y haberse ido a vivir con ella. Y, si esto era así, no comprendía por qué el Señor la había elegido para el castigo, puesto que si alguna persona era culpable y se merecía morir y penar en los infiernos, esa era él.
Por primera vez en su vida se veía como lo que realmente era: un hombre falso, pusilánime y egoísta.
Para cuando Eloy quiso darse cuenta, ya había anochecido y no sabía dónde se encontraba. Sin embargo, por la fetidez de los albañales, dedujo que estaba en alguno de los arrabales de la ciudad; en aquel lugar se percibía el rancio olor de la miseria. Alcanzó una calleja, débilmente iluminada por una farola, entre casuchas y viejos edificios, algunos de ellos abandonados. Los cascotes se amontonaban en las esquinas y, por el suelo, se esparcían papeles mugrientos, restos de embalajes y cristales rotos. Reparó en unas ratas que husmeaban entre los desperdicios. No lejos de allí se distinguía un descampado donde se vislumbraban algunas chabolas. El sitio tenía un aspecto lamentable, penoso.
Estaba cansado y se detuvo a fumar un pitillo en la oscuridad. Cerca se divisaba una luz mortecina que procedía de un bar de mala muerte y que, todavía, permanecía abierto. Mientras inhalaba el humo del cigarro, escuchó un ruido de voces que procedía de aquel tugurio. Entonces, observó a un hombre que salía de la tasca tambaleándose clamando a gritos por un último vaso de vino. Acto seguido, apareció una mujer de malas trazas quien, armada con una escoba, amenazaba con pegarle si no se alejaba de su local. A continuación, aquella miserable entró de nuevo en el establecimiento y bajó con estruendo la persiana metálica de la taberna.
El tipo, que a duras penas se sostenía en pie, se sujetó a un poste de madera astillado farfullando frases sin sentido. Aunque Eloy no quería cruzarse con él, pensó que ya era tiempo de regresar a su casa, lanzó la colilla al suelo y salió de la penumbra. Al aproximarse, comprobó que vestía ropa de color oscuro y que un alzacuello blanco rodeaba su garganta; descubrió en ese momento que se trataba de un sacerdote. Por un instante, se le pasó por la cabeza detenerse y echarle una mano, pero a él qué le importaba. Pasó de largo.
Mientras se alejaba, escuchó una voz que le decía:
¡Eh!... ¡tú!... ¡Ayúdame!...
Se volvió y se acercó al religioso con cierta prevención. Cuando estuvo cerca de él, sintió repugnancia, apestaba a orina y a morapio. El olor desempolvó de su memoria la triste imagen de su padre borracho y las muchas ocasiones en las que tuvo que llevarle ebrio a la cama. Sobreponiéndose a los recuerdos y al asco que experimentaba, pasó uno de los brazos del clérigo por sus hombros y, a duras penas, lo llevó a rastras hasta una de las chabolas que parecía deshabitada. Con bastante esfuerzo, lo dejó sentado en el suelo y recostó su espalda sobre una de aquellas paredes construidas con material de desecho. Luego, Eloy, se acomodó a su lado.
El cura le miró con ojos vidriosos y, con la voz entrecortada por la borrachera, empezó a hablar:
Soy un cobarde… La mujer que amo se está muriendo… quizá, ahora, ya esté muerta… Soy un ser despreciable…
Venga hombre, no le dé más vueltas ahora y trate de descansar. Mañana se sentirá mejor.
¡¿Por qué, Dios mío?!... ¡¿Por qué?!...
Eloy comprendió que aquel hombre no le escuchaba y, encendiendo un cigarrillo, le ofreció otro a aquel desdichado que continuaba con su perorata.
Al poco rato, se echó a un lado y comenzó a vomitar.
Tranquilo, le vendrá bien.
Las confidencias de aquel desventurado se hicieron cada vez más confusas y, de pronto, la cabeza de aquel esperpento se desplomó sobre su hombro y comenzó a roncar. Eloy, que detestaba al clero y, por extensión, a todos los devotos que se arrogaban el derecho a inmiscuirse en la vida privada de los demás, pensó que aquel podría ser un buen momento para marcharse de allí. Sin embargo, no lo hizo. No sabía bien el porqué, pero se mantuvo a su lado. Le había costado seguir el hilo de las palabras de aquel religioso, pero algo de lo que había dicho o hecho le había removido por dentro y, picado por la curiosidad, quería descubrir qué era. Sentía algo oscuro, una especie de resentimiento hacia aquel sacerdote y no era, desde luego, porque se hubiera liado con una mujer casada, al fin y al cabo era un hombre como él, eso no le escandalizaba; tampoco creía que se tratara del amargo recuerdo de su padre. Era algo más profundo que agitaba su interior.
Al cabo de unas horas, el cura se despertó. Le dolía la cabeza y estaba hecho un asco. Vio que a su lado había una persona fumando y le preguntó:
¿Cuánto tiempo llevo aquí?
Toda la noche. -le respondió Eloy.
¿Has estado todo ese tiempo conmigo?
Sí.
Te lo agradezco.
No me des las gracias. Todavía no sé muy bien por qué me he quedado.
Sorprendido por la respuesta, se presentó:
Me llamo Miguel. Soy el párroco de la Iglesia de la Magdalena.
Eloy, sin inmutarse, continuó fumando.
Eres un hombre compasivo.
Nada de eso. No me das pena. Nunca he sentido piedad. Ni por ti, ni por nadie.
A Miguel le extrañó la reacción de aquel individuo. Quizá, en otro momento, hubiera seguido indagando, pero se sentía cansado y sucio. Necesitaba volver a casa.
¿Me ayudas a incorporarme?
Eloy se levantó y extendió el brazo para que el religioso pudiera ponerse en pie. Acto seguido llamaron a un taxi y, mientras lo esperaban, el sacerdote continuó hablando:
¿Te conté que el amor de mi vida estaba agonizando?
Sí.
Durante meses le supliqué a Dios que cambiara mi vida por la de ella…
Eloy permaneció mudo.
Yo hubiera aceptado de buena gana el infierno por mis pecados, quería que la librara de aquel sufrimiento… Mas todo fue inútil, no me escuchó, solo encontré silencio.
A medida que el sacerdote avanzaba en su discurso, a Eloy se le iban aclarando las ideas. Aquello que le inquietaba por dentro, lo que le remordía, era una mezcla de rabia, envidia y desolación. Cada palabra que salía de la boca de aquel impostor aumentaba su irritación y empeoraba su estado de ánimo. Le cabreaba que aquel farsante hubiese conocido el amor, algo que él jamás había experimentado. Se daba cuenta de que el verdadero desgraciado era él, más, incluso, que la amante de aquel cura, ya que nadie lloraría su ausencia porque nunca le habían querido.
Amanecía un día más y, los que le restaban por vivir, se añadirían al largo viaje de su vida en soledad hacia la nada. Cabizbajo, le dio la espalda al cura y, sin despedirse, se alejó.
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