Retales de un día de verano
He soñado, que soñaba tu muerte –mi niño–. Como no podía soportar la visión de tu caminar errante en la oscuridad que te hallabas, me colgaba de la rama de un árbol con una soga al cuello; mi afán era estar contigo, velar tus pasos. Después, despertaba dentro del sueño; descubría que yo era el muerto y que, tú, llorabas asustado. He sentido alivio al abrir los ojos.
Afuera soplaba una brisa agradable; he dejado que se ventilara el interior de la casa. Me has llamado mientras preparaba el desayuno y he ido a tu encuentro. Estabas sentado sobre la cama y, al verme, has extendido tus brazos. Yo, con la zozobra todavía metida en el cuerpo, te he tomado entre los míos.
Luego se me ha ocurrido llevarte de paseo por el monte, aunque no estaba seguro de que fuese una buena idea. Me preguntaba si no debería ser más prudente, pues tu caminar todavía es frágil y yo ya soy viejo. No quería que nada malo te sucediera.
Sin embargo, no parabas quieto –mi madre diría que tienes azogue en la sangre–. Decidí que te vendría bien caminar libremente por el campo. Marchabas delante de mí con un aire desenfadado, alegre, distraído. A cada paso, te agachabas a recoger alguna piedra que tirabas por el ribazo. Yo, en un vano intento de que percibieras la belleza del paisaje, insistía para que repararas en las escasas flores que resistían en la tierra, pero tú solo fijabas la mirada en los guijarros para lanzarlos lo más lejos que podías.
De repente, algo distrajo tu atención y te apresuraste por un terreno pedregoso. Apenas llevabas recorridos unos metros, cuando tropezaste con unas matas de espliego. Caíste de bruces al suelo y comenzaste a llorar.
En ese momento, el aire se impregnó de un aroma que me trasladó a mi propia infancia: mi madre tatareaba una tierna canción en la cocina hasta que se escuchó el sonido de la puerta. Mi padre se asomó por el umbral portando un ramillete de lavandas en la mano, se acercó a mi madre y, tomándola por la cintura, la besó. Una secreta felicidad inundó toda la estancia. Hoy, mientras yo trataba de calmar tu llanto, me sentía tan dichoso como ese día que mis padres se abrazaron enamorados en mi presencia.
De regreso a casa nos sorprendió el aleteo de una mariposa. Quisiste cogerla, pero yo te lo impedí. Te conté que las mariposas eran hadas con vestidos de colores y te aseguré que viajaríamos los dos sentados en una ataviada de azul a la luna. Y, aunque todavía eres pequeño para comprender la magia de las palabras, con tu lengua de trapo me las repetías entusiasmado.
Te entretuviste haciendo hoyos en el jardín tras la siesta. Yo no te quitaba ojo, celaba tus movimientos. Te apeteció regar al terminar de cavar y me pediste la manguera. Ambos caímos en la tentación de mojarnos en cuanto brotó el agua y, mientras reíamos empapados, las abejas viajaban de las flores del tomillo a las de la viborera ajenas a nuestros gritos y carreras. A medida que el sol de la tarde se ocultaba, tus fuerzas menguaban; te retiré la ropa húmeda, abracé tu cuerpo y te mecí en mis brazos.
Por la noche, me senté en el porche a contemplar las estrellas. Sentí la presencia amorosa de la abuela que no conoces porque hace tiempo que la tierra acaricia sus restos. Temí por un instante que pudieras echar en falta sus besos, que yo no te pudiera ocultar mi amargura. Más cuánta verdad es –mi niño– que la vida no se detiene, pues cuando tomo tu mano en la mía siento correr su sangre por ella y cuando acerco tu cabeza a mi rostro percibo la fragancia de su cabello. Y sé que el día en que mi alma la abrace podré contarle cómo reías y retozabas en la era.
Autor del texto: Eduardo Clavé Arruabarrena
Autora de la fotografía: Marijose Santamaría Montes
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