La culpa
Dámaso se despertó a las seis de la mañana, como cada día de los últimos cincuenta años; le hubiera gustado continuar con su antigua rutina de tomar un café y leer el periódico en el bar de la esquina y, luego, coger el tranvía, que le acercaba al recinto industrial donde se encontraba el taller donde había trabajado toda su vida, pero, casi sin advertirlo, le había llegado la edad del retiro.
Convertido ya en un pensionista, se convenció de que tenía el deber de modificar sus costumbres, así que cerró la puerta de su casa y salió a vagar por la ciudad. Ahora que estaba jubilado, le parecía que las horas transcurrían lentamente, sin sentido. Se detuvo algún tiempo a ver las obras de la variante, después se encaminó por el río, más tarde se sentó en uno de los bancos del parque; no sentía hambre o sed, ni había nada que mereciera su atención, solo deseaba que la jornada se consumiera.
Cabizbajo, reanudó la marcha y caminó sin rumbo durante mucho tiempo. Cuando alzó la mirada, ya había anochecido. No sabía dónde se encontraba, pero percibía el rancio olor de la miseria de alguno de los arrabales de la ciudad. La luz de la única farola que había logrado sobrevivir a los ataques de las pandillas de desarraigados, iluminaba débilmente la calleja que se perdía entre casuchas y chabolas en un erial. Papeles mugrientos, cascos de vidrio, jeringuillas y jirones de plástico se hallaban esparcidos por doquier. Enfrente, se vislumbraba un viejo edificio con pintadas en los muros y las ventanas tapiadas que parecía abandonado; cerca, se oía un ruido de voces que procedía de un bar de mala muerte,
Dámaso se sintió cansado, y se detuvo a fumar un cigarrillo en la penumbra. Mientras apuraba las postreras bocanadas del pitillo, vio salir de la tasca a un hombre bebido clamando por un último vaso de vino. Tras él, apareció una señora de malas trazas – quizás la dueña de aquel tugurio- que, armada con una escoba, le despedía con cajas destempladas, echando después las persianas de aquel vertedero.
Aquel tipo, que a duras penas se sostenía en pie, se sujetó a un poste de madera astillado farfullando frases sin sentido. Dámaso, aunque no quería cruzarse con aquel borracho, pensó que ya era el momento de regresar a casa, tiró la colilla y salió de la oscuridad. Cuando lo tuvo más cerca de su vista, le sorprendió la indumentaria que llevaba: camisa y pantalón de color oscuro, y un alzacuello blanco que rodeaba su garganta. Por un instante, se le pasó por la cabeza detenerse y socorrer a aquel clérigo, pero luego pensó que bastante tenía con sus propios problemas y continuó su camino.
De pronto, escuchó una voz que le increpaba:
¿¡Cómo me puedes abandonar en este estado!? ¡Ayúdame, por el Amor de Dios!
Dámaso se acercó al religioso con cierta prevención y, cuando estuvo cerca de él, sintió repugnancia por el olor que despedía, apestaba a orina y a morapio. Sobreponiéndose al asco que sentía, pasó uno de los brazos de aquel cura por sus hombros y lo llevó a rastras hasta llegar cerca de una de las chabolas que parecía deshabitada. Sentó al sacerdote en el suelo con esfuerzo, recostando su espalda sobre una de las paredes construidas con material de desecho. Luego, se posó a su lado.
El sacerdote miró a Dámaso con los ojos vidriosos y, con la voz entrecortada por la borrachera, le dijo:
¡Ah, buen samaritano! ¡Apiádate de este pobre siervo que ha perdido la fe!
Entre lágrimas, le contó que su amada había enfermado de cáncer y que, esa misma tarde, acababan de enterrarla.
Continuó diciéndole:
- Dirigí mis plegarias a Dios, oré a diario, durante meses. Rogué, supliqué al Señor que cambiara mi vida por la de ella, que sus hijos –todavía pequeños- la necesitaban; que me castigara a mí, que yo aceptaría de buena gana el infierno por mis pecados, pero que la librara de aquel dolor tan insoportable, del pesar tan horrible de tener que abandonar a su familia. Pero vete hacia Él cuando tu necesidad es desesperada, cuando cualquier otra ayuda te ha resultado vana, ¿y con qué te encuentras? Con una puerta que te cierran en las narices, con un ruido de cerrojos, un cerrojazo de doble vuelta en el interior. Y después de esto, el silencio1.
Paulatinamente, las confidencias de aquel desventurado se fueron tornando más y más confusas. En un momento dado, se desplomó su cabeza sobre el hombro de Dámaso y comenzó a roncar.
Dámaso, conmovido, caviló largo rato sobre la confesión que acababa de escuchar. Consideró que, aquel predicador, era un hombre afortunado, puesto que había llegado a experimentar algo que, él mismo, jamás había conocido: el amor. Llegó incluso a la conclusión de que él era aún más desgraciado que la difunta amante de aquel pastor, puesto que ella tendría a alguien que lloraría su ausencia, mientras que a él nunca le habían querido y nadie le recordaría jamás. El resto de la noche permaneció afligido, apesadumbrado, sintiéndose culpable por llevar una existencia tan absurda, tan vacía.
Se levantó al clarear el día, se quitó la chaqueta, la utilizó para arropar al sacerdote y se volvió a casa.
Autor: Eduardo Clavé Arruabarrena
1C. S. Lewis. Una pena en observación. Editorial Anagrama, 1994.
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