Del
pueblo partía una estrecha y empinada senda que llegaba hasta un pequeño
promontorio, próximo a la Peña de San
Esteban, donde se ubicaba un viejo pajar de dos plantas de pequeñas
dimensiones. Desde allí se divisaban las espectaculares Peñas de Tobía, a cuyo amparo se cobija el pueblo del que reciben su
nombre, Tobía. El suelo del pajar era
de tierra y en otra época se había usado como corral. Todavía conservaba un
enorme portón por donde se podía adivinar que entraban las ovejas. En el alto
se almacenaba la paja y tenía un acceso independiente que colindaba con una
era. Unos tablones de madera separaban ambas estancias. El estado del pajar era
ruinoso y algunas zonas amenazaban con derrumbarse en cualquier momento.
El
lugar reunía las condiciones ideales para cualquier urbanita que, como yo,
desease escapar del desasosiego y de la tensión que se sufre en la ciudad. Paseando
por la era se podía fantasear con algunas de las labores del campo. Tras la
cosecha, los campesinos pasarían la trilla y, más tarde, aventarían la mies para
separar el grano de la paja. Además, quien quisiera dejar la mente en blanco
podría admirar el majestuoso vuelo de los buitres que anidan en las peñas o contemplar
embobado los cambios que el paso de las estaciones produce en el paisaje. No me
cabía ninguna duda de que allí disminuiría mi ansiedad y que volvería con
nuevos bríos al trabajo en el hospital. Este fue uno de los muchos motivos por
los que hace diez años tomamos la decisión de rehabilitar el pajar y utilizarlo
como una casa de campo.
Hace
un par de años, un profesor de la comarca, estudioso de la historia de los
pueblos de La Rioja, nos informó de que
el emplazamiento donde tenemos establecida nuestra vivienda fue en otra época
una ermita, la Ermita de San Esteban.
Los más viejos del pueblo desconocían que en aquella zona hubiera habido un lugar de
culto y, personalmente, me costaba creer que el sitio, en el que llevaba viviendo varios años, hubiera pertenecido a la iglesia. Me poseía un vago sentimiento
de haber profanado una tierra, en otro tiempo, sagrada. Atribuí la presencia de
estas confusas emociones a la formación religiosa que había recibido en la
infancia, ya que algo parecido me sucede cuando participo de un acontecimiento
religioso como una romería o una procesión, aunque, en estos casos, resulte más
fácil que, por mor de la tradición, te integres en los ritos populares.
Después
de cavilar sobre estas cuestiones, una noche decidí que la mañana siguiente me acercaría
caminando al Monasterio de Valvanera.
Nada más coger el collar y la correa de Sagu, un perro pequeño de color negro
y de raza mestiza, éste se emocionó y comenzó a saltar y ladrar meneando el
rabo. Salimos temprano e iniciamos la marcha por la vera del río. La
temperatura era agradable y algunas nubes altas salpicaban de motas blancas el
azul del cielo. Los chopos, las nogueras, los avellanos y algunos arces flanqueaban
el camino. No llevábamos ni veinte minutos de marcha cuando nos recibieron unos
tilos enormes y, mientras los alcanzábamos, imaginé que, a su sombra, alguna
pareja habría consumado su amor. Más tarde, al tomar el sendero que conduce al
Monasterio, sentí la caricia de los helechos en mis piernas y me deleité
observando cómo las hojas y las ramas de las hayas filtraban los rayos del sol.
Los haces de luz crearon una atmósfera mágica en el bosque y sentí cómo me
trasportaban a mi infancia. Mis amigos y yo imaginábamos mil aventuras en
lugares como aquel y cuando nos cansábamos de jugar nos sentábamos para hablar
mal de nuestros profesores. Algunas veces, no sin cierta vergüenza, hablábamos
de algunas de las chicas del pueblo y nos ruborizábamos cuando nos decíamos
unos a otros que estábamos colados por Maite
o por Arantza.
El
encanto que me produjeron estos recuerdos minimizó el esfuerzo de la ascensión
y, mientras yo añoraba un tiempo ya pasado, Sagu correteaba de un lado a otro y se rebozaba con bostas de caballo impregnándose
de un intenso olor. A media cuesta una cruz de piedra tallada señalaba que Ángel Tobías, un joven de veintidós
años, había perecido en aquel lugar en mil novecientos cincuenta y nueve. Me
detuve algunos minutos ante su tumba y traté de figurarme qué hubiera sido de
la vida de aquel chico si no hubiese muerto, cómo sería la familia que no llegó
a formar, cuántos los hijos que no pudo tener. Sentía un leve pesar al imaginar
el dolor que tuvieron que padecer sus parientes y amigos. Mi perro debió de
percibir algún cambio en mi estado de ánimo, pues, acercándose a mí, alzó sus
patas delanteras y, tras apoyarlas en mis piernas, comenzó a lamerme una de mis
manos durante algunos instantes. La verdad era que no podía evitar que las
cuestiones que afectan al origen del sufrimiento del ser humano anegaran mi
pensamiento y que las dudas me persiguieran mientras me alejaba de aquel paraje
aun a sabiendas de que no hallaría ninguna respuesta.
Al finalizar mi romería particular, acaricié a mi perro y me alegré de seguir estando vivo.
Hermosa descripción. Bucólica y evocadora.
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