EL
DÍA RESPLANDECE
Katia
amaneció angustiada; su cuerpo, su pijama, hasta las sábanas estaban empapadas
de sudor. En otras ocasiones, en que ella se despertaba desazonada, soñaba que
algo desconocido la perseguía. Recorría el pasadizo del interior de una cueva
que se iba estrechando cada vez más y se arrastraba por el suelo de la galería
quedándose atorada en la más absoluta oscuridad. Después sentía una presencia
cercana a sus pies y el aire no podía entrar en sus pulmones, entonces se despertaba.
Tras abrir los ojos, suspiraba profundamente al reconocer los rincones de su
habitación y se arropaba con el edredón, hasta que volvía a dormirse. Como
había escuchado a alguien o leído en algún libro, compartía la idea de que el
dolor del día se traducía en los sueños, repitiéndose una y otra vez la misma
escena. Esta vez no recordaba qué había soñado, pero debía de ser una pesadilla
diferente, pues los minutos se sucedían y permanecía insomne. El desvelo se
nutría de pensamientos tenebrosos que la hundían en el fondo de un pozo sombrío
del que no vislumbraba ninguna salida.
El
clima tampoco acompañaba a su estado de ánimo. Había llovido a cántaros durante
toda la semana y aquel día también el cielo estaba cubierto; cumulonimbos de un
color gris plomizo se cernían amenazantes en el cielo. Retiró la ropa de cama,
se levantó, se acercó al ventanal y lo abrió. El tiempo era desapacible; del
exterior se respiraba un penetrante olor a tierra mojada. Advirtió que los
aledaños del río estaban enfangados y que el sendero, por donde se entrenaba a
diario, estaba húmedo, resbaladizo, cubierto por un manto irregular y
policromo, de tonos apagados, compuesto de hojas de tilo, arce y plátanos de
sombra. Comprendió que ese día no podría evadirse de sus problemas corriendo,
pues la ribera del río estaba impracticable. Katia se iba convenciendo de que
las fuerzas del cosmos se habían aliado en su contra.
Se
alejó del mirador dirigiéndose al baño. Mientras recorría el pasillo, recordó
que debía cambiarse la compresa. Era su primera regla y, aunque creía que
estaba preparada para ese momento, se sintió muy extraña. Cuando alcanzó el
tocador, se miró al espejo y se vio horrible. Algunos granos afeaban su rostro,
unas profundas ojeras le conferían un aspecto taciturno; y, para colmo de
males, le habían aparecido unas calenturas en la comisura de los labios. Pensó
que todas las miradas se centrarían en su boca y no podría ocultar sus dientes
prisioneros de brákets metálicos que se habían convertido en objeto de chanzas
por parte de algunos de sus compañeros. Se sentía fea, avergonzada y le
inquietaba ser la hazmerreír de la clase, como le sucedía a Laura. Desde el
inicio del curso, Iñigo, Virginia, Luis y algunos más, se mofaban de Laura y la
sometían a escarnio público. Katia no aprobaba las actitudes de aquellos
bárbaros, pero no había hecho intención de ayudarla; y tampoco parecía que los
profesores se hubieran enterado del acoso al que la sometían.
Ella
no comprendía qué es lo que les había sucedido a aquellos compañeros que se
habían despedido como colegas al finalizar el curso anterior. Era un hecho que
Iñigo y Luis habían cambiado de aspecto; lo que antes era una leve pelusa que
sombreaba el labio superior, se había convertido en un bigote ralo que les
confería un aspecto ridículo de adultos aniñados o de chicos envejecidos. En
cuanto a Virginia, que siempre había sido una niña especial, se había
transformado en una joven atractiva e interesante. Aunque estos muchachos
también se pitorreaban de otros chicos que todavía no habían mudado el bozo y
conservaban su aspecto infantil, llamándoles “criajos” y otras lindezas
parecidas, las burlas no se aproximaban ni por asomo al desprecio y el maltrato
que inferían a Laura. La insultaban, le tiraban las carpetas, la zancadilleaban,
se reían de su vestimenta y la ridiculizaban, escribiendo frases hirientes y
humillantes sobre su cuerpo, en el grupo de wasap de la clase. Desde hacía unas
semanas, esos mismos chicos que acosaban a Laura habían empezado a burlarse
también de ella. Katia iba comprendiendo el significado real de la palabra
“maldad” y sentía que cada hora que pasaba cerca de ellos se convertía en una
auténtica tortura para ella. Solo ahora Katia era capaz de concebir una mínima
parte del sufrimiento que habría padecido Laura en esos meses y sintió que todo
su ser se desvanecía, que el suelo se hundía bajo sus pies.
Katia
miró su ropero. Todo lo que veía le parecía infantil, aniñado. Se había cansado
de pedirle a su madre que le comprara unos vaqueros negros y un par de camisetas,
una de color verde esmeralda y otra de color fucsia, que había visto en uno de
los comercios del centro. También se había aburrido de sisarle el pintalabios y
las cremas de la cara. Cada vez que lo hacía, era una aventura que siempre
acababa mal; al final tenía que escuchar los berridos de su madre y las miradas
guasonas de su padre. Le decían que no tenía edad para maquillarse; que lo
deseable, lo más recomendable, era la naturalidad, que ya tendría tiempo de
hacerlo más adelante, cuando la piel se fuese ajando o si tuviese la cara
desencajada al tener un mal día… Katia renegaba de sus padres, le indignaba que
no se dieran cuenta de nada; a qué esperaban para saber que todos sus días eran
malos y que el siguiente siempre era peor que el anterior.
Estuvo
a punto de idear una excusa para ausentarse de la clase. En ese momento de su
vida, las matemáticas, las ciencias o las humanidades no revestían el menor
interés. Se había convertido ya en una mujer, sentía que había renacido y que
las palabras de los profesores o de sus padres eran cantinelas trasnochadas. A
veces, creía que era el centro de todas las miradas, incluso de las no
deseadas, como las de sus compañeros de clase; pero, en otras ocasiones, sentía
que, si desapareciese para siempre, nadie se daría cuenta, ni siquiera su
familia. Tenía tan solo trece años, pero era consciente de que la vida no era
como sus padres se la habían contado ni como los mayores querían hacerle creer.
Las ilusiones se habían esfumado y le parecía que su vida anterior la había
vivido otra persona diferente. La realidad era que nada de lo que le ocurría
tenía sentido y que cada día que pasaba la situación se volvía más insufrible.
Un tremendo caos reinaba en su mente, todo le resultaba complicado, se sentía
incomprendida, rechazada, menospreciada.
Mientras
caminaba hacia el instituto, se notaba enojada; sentía una rabia profunda. A
medida que se iba acercando al centro de enseñanza, experimentaba la extraña
sensación de que su cuerpo se iba encogiendo, que su cuello desaparecía entre
sus hombros, que se desplazaban hacia delante, tratando de ocultar la
prominencia de su pecho incipiente. Quería hacerse invisible, que nadie notara
su presencia, que el mundo la olvidara, que la dejaran en paz.
Cuando
llegó a la escuela se topó con Laura en uno de los descansillos de la escalera.
Estaba recogiendo algunos cuadernos del suelo y le pareció ver que una lágrima
surcaba su rostro. Katia se acercó y, agachándose, la ayudó con algunos lápices
y rotuladores que estaban desperdigados. La mirada de Laura era un poema
triste; sonrió a Katia y, a ésta, le pareció percibir un brillo extraño en sus
ojos, quizá una chispa de esperanza. En ese momento, dudó si debería adaptarse
al grupo para tratar de sobrevivir o si debería optar por unirse a Laura. No se
lo pensó mucho y la acompañó. Al entrar en el aula, sintió que las miradas de
Virginia, Íñigo y Luis se fijaban en las dos. Katia supo que había dado un paso
definitivo y que ya no había vuelta atrás. A partir de entonces, solo se
tendrían la una a la otra para sobrellevar los momentos difíciles.
Al
finalizar la lección, se hicieron las remolonas. La profesora se despidió de
ellas y les encomendó cerrar la puerta antes de salir del aula. Sin
proponérselo, decidieron permanecer un tiempo más en la clase. Katia se acercó
a Laura y la abrazó con fuerza. Ambas empezaron a reír y sollozar de una manera
incontenible, incluso empezaron a hipar. Fue un estallido de risas y lágrimas.
Más adelante, al rememorar aquel momento, ninguna de las dos recordaría cuánto
tiempo permanecieron unidas, besándose, riendo, llorando y consolándose
mutuamente.
Una
tímida sonrisa las acompañaba al salir de la clase con los brazos entrelazados.
Sentían que un aura protectora las envolvía. De repente, comenzaron a temblar al
unísono. Allí estaban Luis, Íñigo y Virginia esperándoles. No podían huir,
tenían que pasar por fuerza a su lado. A medida que se fueron acercando,
comenzaron a increparlas. Uno de ellos, Luis, se aproximó con una expresión en
su rostro que les produjo verdadero pavor. Asía la mochila de un modo
amenazante, detrás le seguían Íñigo y Virginia. Al cabo de un instante, los
tres se detuvieron. Janda, el “chino” y Jenifer, la “gitana”, se
pusieron al lado de Laura y de Katia y cruzaron sus brazos con los de ellas.
Janda les dijo con su voz suave, pero firme: “Vamos, salgamos a la calle, el
sol ha comenzado a brillar y un nuevo día resplandece para todos nosotros…”.
Texto: Eduardo Clavé Arruabarrena
Ilustración: Omar Clavé Correas
Maravilloso¡¡ Cada día me sorprendes mas, meterte en la piel de una adolescente........
ResponderEliminarMuy bueno, con mucha imaginación para describir momentos vitales de una persona adolescente.
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