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Soliloquios otoñales

 


SOLILOQUIOS OTOÑALES

Suenan lejanos los trinos de unos pájaros, son como notas sueltas que en el aire se desvanecen. Los árboles están desnudos y las veredas se cubren de hojas secas y frutos marchitos. Huele a moho, a humedad, a podredumbre. Acabó el tiempo de recolección. Ahora, es tiempo de hacer balance, de revisar las pérdidas, de pensar en el invierno. Sin embargo, lejos de emprender ese camino, huyo de cualquier valoración, me entretengo con la banalidad de lo cotidiano, tomando un té a deshoras, remendando un bolsillo rasgado del pantalón, contemplando el hervor del agua donde se cuece una patata, trampeando el desasosiego.

Más tarde, cuando la luz se oculta, vuelve el acoso del tiempo, inexorable, puntual, inflexible. El espejo me devuelve una imagen familiar, pero deformada, transformada: el cabello ralo y canoso, el rostro arrugado, las mejillas flácidas, el rictus depresivo de la boca, algunas cicatrices. Cavilo en la noche, insomne. Miro a través de la oscuridad de mis pupilas escudriñando dentro de mí. Dudo si alguna vez he hallado el sendero que conduce a mi interior. Como le sucede a Rafael Chirbes*, me resulta difícil reconocer los pliegues, los callos o úlceras que muestra mi alma.

De súbito, me siento solo, vacío, perdido en la nada de estas cuatro paredes, minúscula materia en la inmensidad del universo. Entonces, cuando la angustia enrarece el aire que respiro, acuden al rescate el aliento de los ausentes, la ternura de sus caricias; los siento muy dentro de mí, por eso sé que me instalaré en el alma de mis descendientes, para abrazarles cuando lo necesiten. El sosiego vuelve. Duermo.

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Solo aquello que emocionó mi niñez, mi juventud, alcanza el vigor suficiente para soportar este cuerpo que envejece y cuyo deterioro avanza de manera irremediable. Mi madre se acerca. Me toma cariñosamente del hombro y, con ternura, me persigna. Después de santiguarme, repite la señal de la cruz recitando esta letanía: Dios te haga un chico bueno, guapo y un hombre de bien; luego me estampa un sonoro beso en el rostro. Abro la puerta de casa y, mientras me dirijo al colegio, soy consciente de que me cuesta comprender bien la frase, pero sí sé que es muy importante para ella que yo sea bueno, guapo y un hombre de bien. Yo quiero mucho a mi madre, así que me esfuerzo en ser aquello que no entiendo. Marco Aurelio* escribe en sus Meditaciones que tenemos el deber de ser un “hombre de bien”, de hacer lo que la naturaleza exige, sin desviar la mirada y como más justo nos parezca: con benevolencia, decoro y sin hipocresía. Mi madre no leyó nunca a Marco Aurelio, sin embargo formó parte de su vida… y de la mía.

Mi madre teme que me ocurra algo, cualquier cosa. Sé que formo parte de sus oraciones, que reza por mí. Sigue santiguándome al salir de casa a pesar de que ya he cumplido dieciocho años y mi fe tiembla. Curso estudios de Medicina en Bilbao y, al deshacer la bolsa de viaje, ya en casa de la patrona, descubro en su interior una ramita de laurel bendecida el día de Ramos.

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Viajo con mis dos hijos en el tren nocturno para Barcelona. No hace medio año desde el accidente en el que murió su madre. Nos instalamos en el coche cama. Le retiro la prótesis de la pierna a mi hija Irene, le molesta. Pasado mañana tenemos cita con un médico rehabilitador en el hospital Vall d´Hebron. No he querido que mi pequeño Omar sintiera mi ausencia, y lo he traído con nosotros. Tiene veintiún meses, le cambio los pañales antes de ponerle el pijama, está precioso. Les acuesto a los dos en las literas, se duermen enseguida. El traqueteo del tren me impide conciliar el sueño. Me embarga una enorme tristeza, temo no poder superar la situación en la que me encuentro, pero no quiero que los niños me vean así, no deseo trasmitirles mi pesar. Llegamos a Barcelona, bajamos del tren y buscamos una pensión cerca del hospital. Mientras trato de liberarme del dolor que oprime mi alma, observo cómo la gente se afana por ganar el pan de cada día. La vida continúa. Por la tarde iremos al zoo, quiero que mis hijos conozcan a Copito de Nieve.

Al día siguiente acudimos puntuales a la cita en el hospital. Después de valorar a Irene, el médico me da dos buenas noticias: la prótesis no es necesaria y me recomienda acudir al centro ASPACE de Donostia para continuar la rehabilitación. A mis treinta y tres años, mi vida ha perdido buena parte de su sentido, pero hago de tripas corazón, mis hijos son muy pequeños, me necesitan.

                                                                          

Kilian es mi nieto. Acaba de cumplir dos años y medio. Pienso que, a veces, la vida te sorprende brindándote una pizca de felicidad.

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Mi hijo es noctámbulo, sus neuronas se activan por la noche. La música, las imágenes, las ideas, se desparraman en su cabeza a medida que las sombras se van enseñoreando del día. Sus pupilas, dilatadas, se contraen con la luz de las farolas y los anuncios de neón. Camina rápido por la ciudad, siempre acompañado de su perro fiel. Enciende un cigarrillo tras otro que, muchas veces, se consumen sin apenas dar cuatro caladas. Bajo el firmamento, ora oscuro, ora iluminado por la luna y las estrellas, bulle en su mente un torbellino de planes, aromas, notas musicales que, en ocasiones, se detienen al pasar por un punto de recogida de basuras. Mientras el chucho husmea los desperdicios, él dirige su mirada atenta a los muebles dañados y piezas que, en sus diestras manos, pueden cobrar una nueva vida. A veces, encuentra fotografías y enseres que pertenecen a una persona que mudó su estancia en la tierra. Vidas sobrantes acumuladas en vertederos de olvido, que se reciclan o se incineran mientras el resto del universo continúa. Lo que experimentaron, lo que aprendieron, las personas a quienes amaron, todo volatilizado, reducido a cenizas. A mi hijo, entonces, se le escapa alguna lágrima. Masoliver* se angustia al saber que todo lo que ha aprendido acabará por desaparecer, al igual que lo que aprendieron los sabios, y se responde a la pregunta para qué sirve todo ese aprendizaje: para avanzar a trompicones por esta corta o larga vida. A mí, en cambio, lo que me sobrecoge es saber que, al morir, todo lo que pudieron crear, aportar a la sociedad, nunca existirá; y de inmediato, pienso en las terribles pérdidas para la humanidad de tantas vidas segadas por la violencia, las guerras, las enfermedades o los accidentes.

Hace pocos días, mi hijo me regaló uno de sus hallazgos. Varias libretas manuscritas, algunos libros y un pasaporte datado en los años 20 del siglo pasado. Se trata de un hombre cercano a la cincuentena, extranjero, bien parecido, con bigote y lentes redondas. En el salvoconducto se describen algunas de sus características personales: rostro ovalado, ojos grises. Aunque me siento extraño invadiendo retales de su intimidad, la curiosidad supera mi voluntad impidiendo que me deshaga de este pequeño tesoro. Escribe con caligrafía excelente en varios idiomas. Distingo el francés, inglés, alemán y español. Mientras repaso los cuadernos, pienso que muchas personas deseamos que no se olviden de nosotros enseguida, que permanezcamos en el recuerdo de los seres humanos durante algún tiempo. Por este motivo me gustaría conocer más de la vida de este extraño, averiguar algo de su pasado. Creo que, de esta manera, proporciono una oportunidad de revivirlo, de rescatarlo de la desmemoria de los vivos. Pero, al momento, acuden a mi mente los fracasos que he cosechado en mis intentos por recabar información de algunos de mis parientes ya fallecidos, y me desaliento. Sé que me resultaría mucho más difícil indagar en la vida de un extranjero que vivió una parte de su vida en San Sebastián.

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He visitado a dos compañeras con las que compartí momentos inolvidables en el hospital. Las aprecio mucho, por distintos motivos. Las dos pertenecen a una generación anterior a la mía, ambas se han adentrado ya en el invierno, no temen a la muerte. La mayor de ellas agradece a Dios que le haya proporcionado una vida tan larga y provechosa, pero cree que ya ha vivido suficiente y desearía abandonar este mundo sin sufrimiento; sin embargo, se resigna, cree en la voluntad de Dios, en que sus designios son inescrutables. La más joven está enferma desde hace un par de años. No sabe cuánto tiempo más estará entre nosotros, pero no se engaña, sabe que se desliza por una pendiente que solo se detendrá en la muerte. No siente angustia, considera que la naturaleza actúa sabiamente, que llegará el día que tiene asignado y podrá descansar.

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Me jubilé hace tres años. Durante cuatro décadas el dolor, la esperanza, el sufrimiento, el sosiego y la muerte, han jalonado mi vida conformándome tal cual soy. También los aciertos y los errores. Viví avances significativos en el hospital, participé de buenos proyectos, fruto del trabajo de muchos profesionales; experimenté algunos fracasos, posiblemente por tratar de adelantarme -por vivir a destiempo-, también por carencia de ambición o por comodidad y, quizá, porque la vida me había reservado otros caminos.

Siempre he pensado que una medicina sin corazón no puede ser buena, que una medicina que exclusivamente se mueve en los límites de la razón, yerra. Hubiera deseado que los profesionales de mi tiempo incorporasen en su pensamiento a Blaise Pascal* y todos sintiéramos con él cómo “el corazón tiene razones que la razón no comprende”. Si mirásemos con los ojos del corazón, podríamos mostrarnos compasivos y acercarnos con una sensibilidad amorosa al sufrimiento de los enfermos.

Entre las experiencias que he vivido, me resulta imposible olvidar la expresión de las miradas de personas que se suicidaron mientras yo les atendía. Siempre he sentido una gran inquietud por saber qué es lo que veían. Conforme ha ido discurriendo mi vida, presiento que lo que presenciaban era el horror, la soledad, la oscuridad, el vacío infinito. Suelo pensar que si me hubiese acercado a ellos con el corazón más abierto hubiera captado mejor sus pesares, habría podido acompañarles mejor en su sufrimiento y, quizá, quién sabe, habrían continuado con sus vidas.

Durante algún tiempo mi pensamiento estuvo repleto de clichés, de deseos, de utopías. Creía firmemente que las mujeres estaban más dotadas para el amor y la compasión. Por eso pensé que el desembarco de tantas mujeres en la profesión médica era lo que ésta necesitaba para un cambio de paradigma, para que, realmente -no de cara a la galería-, la medicina estuviera centrada en las necesidades del paciente. Me desencanté. Descubrí que las mujeres pueden ser igual de virtuosas o de inhumanas que los hombres, y que, en bastantes ocasiones, el enfermo está en la periferia de sus objetivos; que la medicina, que muchas veces se practica, está dirigida a un enfermo hipotético, imaginario, irreal. Por otra parte, me costó comprender cómo algunos intereses mezquinos, instalados en pequeñas parcelas de poder, se alejaban de la perspectiva del enfermo como centro de todo.

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Cada cierto tiempo repaso episodios de mi biografía preguntándome qué hubiera sucedido si las decisiones que yo tomé en determinados momentos hubieran sido otras; trato de imaginar cómo hubiera sido mi vida en el caso de haber seguido un camino distinto. Este tipo de pensamientos ha sido una losa en algunos periodos de mi vida, aunque nunca han alcanzado a torturarme. Pienso, por ejemplo, si aquel fatídico 5 de marzo, tras haber finalizado la reunión que me condujo a Bilbao, no me hubiera quedado a comer y hubiera regresado directamente a casa, es posible que Merche no se hubiera desplazado con mi hija Irene a Zaldibia, o bien, que su salida hubiera podido retrasarse unos breves instantes y, en consecuencia, no habrían sufrido el accidente que modificó fatalmente nuestra existencia. Merche seguiría viva e Irene no habría sufrido ningún tipo de secuela. Pero luego, a renglón seguido, pienso en Marijose y en mi nieto Kilian. Es probable que no me hubiera vuelto a casar y que nunca hubiera existido Kilian. Y, quién sabe, la tristeza, quizá lo envolviera todo.

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El otoño languidece. Unos gorriones corretean por el suelo alfombrado de hojas muertas afanándose por encontrar el sustento diario. El cielo, casi siempre gris; a veces, como hoy, soleado, pero con unos rayos que apenas calientan. Se oye un rumor de fondo, conversaciones entrecortadas, de vez en cuando algunas risas. Cuando menos lo espero, descubro algo que desconocía, es el mundo que me sigue sorprendiendo. Me sobrecoge saber que, en unos pocos lustros, las naves espaciales amartizarán y el hombre colonizará Marte. No sé si tendré tiempo de verlo, pero me siento dichoso pensando que mis hijos y mi nieto lo puedan ver.

Algunos de mis seres queridos no nacieron para envejecer, murieron jóvenes. Otros se ausentaron mediada mi vida. A veces, como si fuera un presagio, presiento que se acerca la noche oscura, sin retorno. La ahuyento, pero, tenaz, vuelve cuando menos lo esperas. Entonces me pregunto cuánto tiempo tiene reservada la vida para mí. No obtengo respuesta, pero sí sé que haber amado, que ser amado, inunda de sentido mi vida. Cuando yo ya no esté, la vida continuará… y pienso que ha merecido la pena vivirla.



REFERENCIAS

  1. Diarios. A ratos perdidos 1 y 2. Rafael Chirbes. Editorial Anagrama.Barcelona, 2021.

  2. Meditaciones. Marco Aurelio. Alianza editorial.

  3. Desde mi celda. Juan Antonio Masoliver Ródenas. Editorial Acantilado. Barcelona, 2019.

  4. Pensamientos. Blaise Pascal.



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