Los demonios ya se han desvanecido y aprovecho para salir temprano por los alrededores de Tobía. Tomo una empinada senda con la vista puesta en un hayedo. Los trinos de los pájaros me acompañan en mi lento caminar. La morosidad de mis pasos me permite fijarme en los pequeños detalles. A ambos lados del camino crecen espinos blancos y por el prado se extienden zarzas y tomillos. En algunos endrinos se aprecia un fruto todavía inmaduro y, durante el paseo, no puedo evitar la tentación de rozar la flor de la lavanda con los dedos para que su aroma me persiga. Antes de llegar al hayedo, me sorprende un enebral que se continúa con unas austeras encinas.
En
el interior del hayedo me encuentro con numerosos acebos y, mientras me extasío
contemplando una vegetación tan variada, mis ensoñaciones me liberan de mis pesares.
De vuelta al pueblo se levanta un viento que cimbrea las ramas de los chopos produciendo
un refrescante sonido que se une al de las turbulencias de un pequeño arroyo
que desciende rápidamente hasta el río. El ruido de mis pisadas se funde con el
tintineo de unos cencerros que me alerta de la cercanía de unas vacas. Escucho
los balidos de las ovejas y siento que me invade una serena alegría y, al pasar
la próxima curva del camino, las observo pastando en una de las laderas.
Como
siempre, la naturaleza se manifiesta en todo su esplendor y dentro de mí se
renueva la esperanza de que todavía hay tiempo de brindarles un mundo mejor a
nuestros hijos.
Eduardo Clavé Arruabarrena
Eduardo Clavé Arruabarrena
Corto y hermoso. Invita, como del buen vino, a desear más.
ResponderEliminar