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Camino de la escuela

 

 

 



Camino de la escuela

Me despierto con ganas de orinar, me levanto para ir al baño; mientras vacío la vejiga pienso en que ya hace mucho tiempo que no soy capaz de permanecer más de cinco horas seguidas en la cama. Miro el reloj, todavía es temprano. Me dirijo a la cocina, dejo que el agua se caliente en el microondas, luego le añadiré una cucharadita de té negro; entretanto abro la ventana y miro al exterior: todavía está oscuro, no llueve, no hace frio, aunque estamos en invierno se podría decir que es un día casi primaveral. En fin, cosas del cambio climático… según dicen.

Escucho las noticias en la radio y dejo que pase el tiempo antes de ir a la casa de mi hija; tengo que recoger a mi nieto para acompañarle a la escuela. El pequeño ya está preparado cuando llego, pero se resiste a salir, prefiere quedarse en su cuarto con los juguetes. Finalmente, logro convencerle.  Vamos cogidos de la mano hacia el bus urbano que nos acercará al centro escolar. Me gustaría ir caminando con él sin necesidad de viajar en un transporte público, pero todavía tiene cuatro años y medio y se cansa enseguida. Cuando pueda hacerlo, me refiero a ir a la escuela andando, me lamentaré, porque habrá perdido parte de esa inocencia que alivia la negrura de los días que tanto me desalienta.

Durante el trayecto, Kilian –así se llama mi nieto– me habla de barcos, cañones, explosiones,… Es su mundo particular donde todo puede suceder, donde no hay espacio para la mentira, y suelo pensar si solo su universo es auténtico y no como el de los adultos, donde la verdad y la falsedad se confunden, porque nunca sabes qué es verdad y si, realmente, ésta –la verdad– existe. Un velo de tristeza cubre mi rostro al preguntarme cuándo dejé de ser niño y cuándo supe que ya no podría regresar al País de Nunca Jamás con el resto de los Niños Perdidos, Peter Pan y Campanilla.

Hoy, de camino, me pregunta también cuándo iremos al pueblo, a Tobía. Allí es un niño feliz, chapoteando en el riachuelo, pisando la hierba de la era, escuchando el trino de los pájaros, observando el planear de los buitres o interponiéndose en las sendas que trazan las hormigas. En fin, un lugar donde lo que ocurre puede que todavía sea indescifrable para él, pero cuya belleza y armonía le atraen con una fuerza irresistible. Por otro lado, yo me siento feliz cuando estoy en el pueblo con mi nieto, su sola presencia hace que surja espontánea una sonrisa en mi cara y que hasta el aire que respiro me parezca nuevo. En definitiva, me hace sentir que los días de vida que me restan merezcan la pena de ser vividos.

De repente, me hace una pregunta que trunca mi sonrisa: “Aitona, ¿tú te vas a morir?”… Me pilla de sorpresa, pero reacciono bastante rápido –según me parece– y le contesto que “sí, como todo el mundo, pero que será dentro de muuucho, muuucho tiempo”. Lo cierto es que no estaba preparado para responder a esta cuestión y la verdad es que no sé ni si sé respondérmela a mí mismo. Sí, ya sé que todos nos morimos, pero desconozco la razón última por la que tenemos que morirnos y por qué la vida me parece tan fugaz. Y, desde luego, cuando pienso en el tiempo, tampoco sé cómo definirlo ni sé si realmente se puede medir su duración, pues en mi interior algunos días pasan veloces y otros duran una eternidad.

Al cabo de unos segundos empiezo a darle vueltas a si la respuesta que le he dado a mi nieto ha sido la apropiada. Al fin y al cabo, todavía vive en un mundo mágico repleto de ilusiones y me siento responsable de la posible inquietud que mis palabras puedan ocasionarle. Además de las dudas que me han entrado, percibo que una inmensa rabia me inunda por dentro porque no quiero morirme, porque no quiero perderme su vida, porque no quiero que mi vida sea una vida para nada, ni que mi muerte sea una muerte para nada. Y mientras le doy vueltas a estas cuestiones, me río por dentro pensando que me ha salido un nieto filósofo.

Lo dejo en la escuela y veo cómo se aleja feliz corriendo por el pasillo hasta que llega a su gela –siempre espero en la puerta que da a la calle hasta que desaparece de mi vista– Después, mientras voy a comprar el pan, pienso en que no quiero que sufra más de lo necesario cuando me llegue la hora; además, me gustaría que supiera lo feliz que me ha hecho estos años el poder disfrutar de su existencia.

De regreso a casa medito acerca de las preguntas que en las últimas semanas me formula mi nieto. Me doy cuenta de que ya apenas busca respuestas sobre cuestiones que antes le preocupaban como los nombres de los objetos y cómo funcionan; de hecho, es probable que sepa de ellos mucho más que yo de lo que aprende viendo los programas de YouTube y de la televisión. Las preguntas que ahora me formula exploran un mundo distinto, el universo de los conceptos abstractos: él quiere comprender cosas complejas como puede ser el significado del término esperanza o el morir. Soy consciente de que algunas cosas sabré explicarle, pero otras –que a mí mismo me cuesta entender o que difícilmente se pueden expresar con palabras– permanecerán en la oscuridad más absoluta porque ¿cómo podré decir lo que para mí es inexpresable?

Y, a raíz de la pregunta de mi nieto, acuden a mi mente algunos textos que he leído recientemente acerca de las experiencias cercanas a la muerte, en la que personas que habían permanecido inconscientes tras haber sufrido una parada cardiaca durante algunos minutos, conservaban en su memoria cantidad de detalles de lo que había sucedido en aquel periodo de tiempo y que por su estado de conciencia resultaría imposible que pudieran haberse dado cuenta. De alguna manera me recuerdan a algunos sueños que se repetían y que me desvelaban hace ya algunos años; entonces soñaba que yo había fallecido y que trataba de hablar con los familiares y amigos que velaban mi cadáver, pero que por mucho que yo lo intentaba ellos permanecían ajenos a mis voces. Yo era capaz de verlos, escucharlos, constatar sus sentimientos, pero ellos no podían oírme y no respondían a mis palabras, mis gritos o mis súplicas.

Medito también sobre otras cosas que desconocemos y para las que no encontramos una clara respuesta. Reflexiono acerca de la muerte de Beatriz y Antonio en el mismo día –con tan solo 12 horas de diferencia– a los 94 años de edad. Durante las temporadas que hemos pasado en el pueblo, hemos podido conocerles bastante bien. Como dice su hijo Toño, empezaron a salir muy jóvenes y han estado casados 68 años. A lo largo de todo ese tiempo, han compartido la vida, las alegrías y los pesares y, al final, se han ido juntos. Lo curioso es que, tal y como se han desarrollado los acontecimientos, da que pensar que ambos se han comunicado a pesar de que al final estaban lejos uno del otro. Antonio sufría de sordera y deterioro cognitivo, y, sobre todo en el último año, se encontraba cada día más aislado de su entorno. A Beatriz le traicionaba su cuerpo, pero mantenía la misma lucidez e inteligencia de toda la vida. Sin embargo, desde que Beatriz ingresó en el hospital por problemas cardio-respiratorios, Antonio preguntaba por ella todos los días. Beatriz falleció una madrugada en el hospital mientras su hijo la acompañaba y. unas horas más tarde, Antonio –que estaba en su casa atendido por una cuidadora y no sabía nada de lo que había sucedido en el centro sanitario– sufrió una hemorragia cerebral que le llevó a la muerte en poco tiempo. Se cumplía de esta manera uno de los vaticinios que ambos hacían sobre quien de los dos moriría antes: siempre concluían que morirían a la vez. Me da por pensar que el espíritu de Beatriz le avisó a Antonio que había llegado el momento de abandonar esta tierra y dejar a su hijo, quien les ha cuidado durante estos últimos años, que rehiciera su propia vida… Aunque –conociéndoles– creo que sus almas seguirán algún tiempo más entre nosotros para velar por su hijo.

 

 

Comentarios

  1. Leo con mucho interés tu relato. Identifico en él sentires cercanos.acias por tu regalo, tus palabras.
    Creía que la muerte no erzae asustaba. Pero era un autoengaño. Estaba leyendo " Ser Mortal" cuando he cumplido años y me he percibido melancólica y hasta un poquito enfadada por cumplirlos. Acercarse al final y no saber cuando me afecta. La mejor manera de aplacar ese miedo es, también para mí, disfrutar de los momentos que paso con las más jóvenes de mi familia. No puede ser en entornos tan bellos como los vuestros pero a mí me sirven tambien. Salgo a la montaña y ahora la primavera nos trae toda su fuerza y belleza. La muerte se aleja:).
    Gr

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