EL TREN
Una mole inmensa de hierro y humo se aproximaba chirriando sobre los raíles. Asustado, agarré la pierna de mi madre. Ella me cogió de la mano con fuerza y me pidió que no me moviera hasta que se detuviera el tren. Me tomó en brazos y subimos al interior del vagón. Me colocó sobre un asiento de madera al lado de la ventanilla, desde allí se podía ver la grisura del pueblo. De una de las puertas de la estación salió un señor con un gorro rojo que portaba un banderín también rojo, movió el brazo y tocó un silbato. En ese momento sonó un fuerte pitido y el ferrocarril se puso en marcha.
Enfrente de nosotros había otra mujer y un señor que llevaba un vestido de color negro que le llegaba hasta el suelo, más tarde supe que se trataba de un cura. Mi madre era muy parlanchina y las dos mujeres empezaron a charlar entre ellas. De lo que habló mi madre solo recuerdo dos cosas: la primera es que nos dirigíamos a Placerca, el pueblo donde yo nací; la segunda que mi madre le contaba a la otra mujer era que con el traqueteo le entraban ganas de dormir.
Del viaje también recuerdo que un grupo de obreros con la cabeza gacha y el rostro serio se dirigían a la entrada de una fábrica. Luego, como por arte de magia, el paisaje cambió: vi varias grúas y un barco enorme fondeado en el puerto. No me dio tiempo para más, porque, de pronto, todo se volvió oscuro hasta que una luz amarillenta iluminó débilmente el compartimento en el que viajábamos. Mi madre entonces me tranquilizó, “Estamos en el interior de un túnel, no te asustes”, me dijo. En ese momento, el señor del vestido negro extrajo un paquete de tabaco, lió un cigarrillo y lo encendió con una cerilla. Me sonrió y me echó una bocanada de humo a la cara. A mi madre no le debió de gustar el gesto, porque aquel señor, el cura, se disculpó; luego tomó un libro grueso de color negro con los cantos dorados que llevaba consigo y se puso a leer.
De nuevo miré por la ventanilla y vi que unas vacas pastaban en el prado. Le llamé a mi madre para que las viera, pero estaba tan entretenida hablando con aquella señora que no me hizo caso. A mitad del camino, un olor pestilente se apoderó del vagón. Se oyeron algunos comentarios y risotadas, escuché la palabra “pedo” y a mí también me entraron las ganas de reír. Pero otro señor que, por el tono de su voz parecía enfadado, clamaba que no se podía consentir que las fábricas papeleras echaran sus inmundicias al río.
Todo era nuevo para mí y, la verdad, no podía comprender cómo a mi madre podía entrarle el sueño en un lugar como el que nos encontrábamos. Por el contrario, a mí aquel viaje en tren me parecía excitante, maravilloso.
Con el correr de los años, aprendí el nombre de todas las estaciones que había hasta llegar a nuestro destino. Allí, frente a la estación, estaba el bar de mis abuelos provisto de rincones donde podía esconderme sin que mis padres me descubrieran. Afuera, había vagones varados sobre vías muertas donde jugaba con mis primos sin que nadie nos molestara. Y yo me imaginaba que así debía ser el cielo.
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