INVIERNO
Abro la ventana y una corriente de aire frío y húmedo cala mis huesos; afuera, un cielo panza de burra amenaza nieve. No se ve ni un alma en las calles, se diría que el lugar está deshabitado si no fuera por las tenues hileras de humo que salen de las chimeneas de algunas casas; incluso ese vaho que emana de los tejados le proporciona al pueblo un aire fantasmal. El gañido de un perro rompe el extraño silencio que se ha apoderado de la aldea y, mientras trato de averiguar qué o quién lo ha provocado, observo el pico amarillo de un mirlo que se asoma –quien sabe si alertado por el quejido del animal- por uno de los huecos del muro de la iglesia. Algo más lejos, cerca de la arboleda que está junto al riachuelo, veo a Juan, el pastor, que amaga con darle una patada a su perro y huye corriendo con el rabo entre las patas.
Al salir de casa, doblo las solapas y alzo el cuello de la zamarra, luego me cubro con una gorra para protegerme de este aire tan gélido. Una fina escarcha cubre la superficie de la era y siento el crujido de mis pisadas a medida que avanzo. Sigo una pista embarrada cubierta de hojas hasta llegar al pilón que desagua en el riachuelo entre chopos deshojados, matorrales y zarzas. El rumor del agua se alía con el murmullo del viento susurrándome versos imposibles al oído, ecos de un mundo bucólico que se pierden en el aire.
A pesar de la paz que se respira en este lugar, percibo algunas sombras en mi pensamiento que me turban. Hace varios años, en monólogo interior, medité abandonar mi trabajo, retirarme de la urbe para fundirme con la naturaleza. No lo hice. Imaginé que no era una empresa fácil ya que, al fin y al cabo, soy un animal de ciudad y me desenvuelvo con soltura en la soledad urbana, entre las prisas y el anonimato. Lo cierto es que, en el fondo, siempre supe que no sabría vivir en otro lugar, que no habría manera de escapar, de huir del ambiente que me oprimía. Por eso abandoné aquella ilusión y tiré adelante con lo que tenía entre acelerones de motos, bufidos de camiones, chirridos de frenos y ruidos de obras que rompen el sosiego y desarman el espíritu.
Ahora soy consciente de que la vida en el campo es una de las muchas vidas que no he vivido, que ya nunca viviré. Y, ya es tarde, no es tiempo de cambios, y, por qué no decirlo, tengo miedo. No sabría decir exactamente de qué, si de la vida o de la muerte, del vacío o de la nada; es un miedo telúrico, subterráneo, fraguado desde hace miles de años, incrustado en mis genes.
Esta mañana, mientras ordenaba la biblioteca de mi casa en la ciudad, se deslizó una fotografía que permanecía olvidada en el interior de uno de los libros. Es una estampa de mis padres que no recordaba. Son todavía jóvenes, quizás rondan la cincuentena. Están sentados en unas sillas plegables delante de una tienda de campaña. Un cielo gris, neblinoso, les cubre. Ambos se protegen de las inclemencias del clima con chubasqueros. No miran a la cámara, pero en sus rostros se aprecian las huellas del dolor, el espíritu de su hija ausente sobrevuela sus cabezas. La imagen despierta en mí episodios de un tiempo ya pasado que evocan la tristeza más desoladora. Entonces, enciendo la luz del escritorio, abro un libro por una página cualquiera y me detengo a leer algún párrafo; torpes estrategias, pero que funcionan, pues presiento que hasta las experiencias más sombrías se desvanecen, que el olvido y la bruma se van adueñando de mí, que la desmemoria se impone para aliviar el sufrimiento avivado por los recuerdos… A cambio, un oscuro pesar me invade.
Luego, escucho la voz de mi nieto en el pasillo y, como cada día desde que vino a este mundo, una sonrisa ilumina mi rostro, porque estando junto a él acuden a mi mente imágenes de nieve, de viento sur o sirimiri en la cara, de aromas y sabores de mi propia infancia; instantes maravillosos y entrañables de los que nunca podrías deducir que, en la vida, no todo sería felicidad.
Cuando el peque me ve, viene corriendo hacia mí y tropieza golpeándose en la cabeza. Yo abro mis brazos y él se acerca con los ojos empañados en lágrimas para que le consuele. Mientras le abrazo, me pide a “Mapache”, su osito de peluche, y, aferrado a él, se va serenando; luego busca el chupete con la mirada y, cuando lo encuentra, lo succiona fuertemente con sus labios, sencillas maniobras que disminuyen su ansiedad y calman sus miedos. Y yo, en ese momento, me pregunto cuándo se desvaneció el seno de mi madre, dónde oculté mi talismán, en qué lugar lo perdí, a qué o a quién me asiré para que este miedo que me paraliza sea soportable ahora que sé con certeza que, de aquí en adelante, solo me queda la miseria de la decrepitud y la muerte.
Sin embargo, cuando todo parece desmoronarse alrededor mío, siento cómo la existencia del niño me infunde fuerza, valor, y me digo que no puedo vivir rememorando constantemente el pasado, que debo aprovechar cada minuto de mi vida con él. Ahora mismo, contemplo cómo le mira a su abuela al cocinar. Son imágenes sin apenas transcendencia que se disolverán como humo que el viento zarandea, pero que, quizás, quien sabe, alguno de estos momentos los recordará con nostalgia cuando sea mayor y le ayudarán a sobrevivir cuando la vida parece carecer de sentido. Después, mientras él duerme, sueño despierto que le acompaño en primavera por ciudades imposibles, que recogemos juntos manzanas de los árboles en otoño, que nos salpicamos con el agua de la playa en verano, que paseamos de la mano en invierno por un prado nevado. Ráfagas de un tiempo imaginado que se suman a mi vida antes de que yo me ausente.
Se ha acabado el invierno. Abejas y mariposas liban el néctar de las flores de romero, algunos pájaros trinan alborotados ocultos entre las hojas de los árboles, se oye el mugido de una vaca en el establo, también los balidos de un rebaño de ovejas presto a subir a la dehesa: es la primavera que se abre paso en la naturaleza.
Mi nieto está conmigo. Le tomo de la mano y salgo a dar una vuelta con él. Avanzamos sendero arriba, noto cómo mi respiración se agita después de andar unas centenas de metros. Tras una de las curvas del camino, me topo con un bello ciruelo silvestre cubierto de flores blancas; me detengo a contemplarlo, también para recuperar el resuello. El niño se extraña al verme parado y me pregunta:
¿Te duelen las rodillas, aitona?
Le miro con ternura. No sabe que hoy he sido capaz de subir este tramo gracias a él. Animado por su frescura, su vitalidad y su alegría, le digo:
Mira qué bonitas son estas flores.
Él las mira, pero enseguida aparta su mirada. Le interesa más el jilguero que se ha posado cerca de una de las muchas aulagas en flor que puntean de amarillo las empinadas laderas que alcanzan las peñas.
En fin, cavilo, hay un tiempo para todo, un tiempo para vibrar con el canto y el vuelo de las aves y un tiempo para apreciar la serena belleza de las flores.
Miro este cielo azul de primavera, huelo el aroma fresco del campo, escucho el canto de un carbonero… y siento cómo se alivian los achaques de mi cuerpo y de mi alma.
Autor: Eduardo Clavé Arruabarrena
Vemos el mundo a través de la mirada particular de cada escritor, compartimos sufrimiento y alegrías, y la belleza de esta tierra que nos acoge.
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