PABLO
Un
cálido aliento acaricia mi nuca y siento que el alma se desvanece, inmersa en
la belleza de un universo fascinante e incomprensible. La esencia de Pablo
trasciende la realidad, forma parte de mi corazón, me invita a disfrutar del
encanto de la naturaleza; consciente de mi levedad en el inmenso infinito, su
espíritu inspira un sentido profundo
de la vida…
La
imagen del muchacho se fue filtrando en mi ser merced a las palabras de pesar y
desasosiego de su enfermera, una persona sensible que lloraba con lágrimas
secas el lento declinar de aquel adolescente. Ella me contaba que su corazón se
había debilitado mucho y su resuello angustiaba a todos los de su rededor; que las
medicinas y el oxígeno no detenían el curso fatal de la enfermedad, eran un
esfuerzo baldío. Cada mañana, ella se sobreponía a la desazón que sentía y le
visitaba en su hogar acompañada del médico que le atendía. Tras la valoración
clínica, siempre se interesaba por la música que él escuchaba y por los juegos
que le entretenían.
El
tiempo, que discurría muy despacio para el chico, se aligeraba con la presencia
del médico y de la enfermera. La atención que le dispensaban también ayudaba a
su madre a sobrellevar aquellos momentos tan duros, pero insustituibles. Fueron
semanas de intensa dedicación en las que los dos expertos sanitarios se fueron
despojando de su indumentaria profesional, mostrándose en su desnudez más
humana. Entre ellos se fue generando una tierna amistad. El facultativo soñó
que acudiría con su joven paciente a escuchar su música favorita e imaginó que
se acercaría con él a cualquiera de los conciertos programados esa temporada.
Un halo de esperanza cubría con un velo a la muerte que acechaba sin atender
las peticiones de clemencia.
A
medida que iba conociendo los pormenores de aquella relación, mi alma sentía el
roce de un soplo de amor. Dentro de mí crecía una ola de simpatía y de buenos
sentimientos hacia aquel chico y su familia. Mi deseo de conocerles solo se
veía frenado por el pudor y las convenciones sociales. Me preguntaba quién era
yo para inmiscuirme en el sufrimiento de aquella familia; mi presencia, ¿no
sería tomada como una intromisión en el trabajo de mis compañeros? Dejé que el
tiempo pasara y no pude conocer a Pablo.
*****
Todas
las vidas poseen algo especial que nos enseña y nos transforma. El dolor tiene
muchos rostros y, pese a su cotidianeidad, uno nunca se acostumbra cuando lo
contempla. El vocabulario se queda huérfano de palabras capaces de expresar el desgarro
causado por la muerte de un hijo o de una esposa, o la congoja derivada de la
enfermedad y, a veces, solo nos queda llorar, buscar cobijo en el regazo de una
persona amiga o recluirnos en soledad.
Cuando
supe que el último aliento de Pablo vagaba por el universo, reparé en que mi
deseo de conocer a Felipe y Cristina, sus padres, se había transformado en una
imperiosa necesidad. Al mismo tiempo, advertí el temor de adentrarme en un
territorio desconocido y sagrado; sentí miedo de que cada recuerdo que hiciera
renacer con mi presencia y con mis preguntas, ciñera aún más la pesada corona
de espinas que soportaban y que el sufrimiento acabara arrasándolo todo.
Cuatro
meses después de que hubiera emprendido el viaje sin retorno, me reuní con ellos
en una cafetería. No parecía el lugar idóneo para expresar emociones; sin
embargo, la intensidad de nuestros sentimientos generó una poderosa burbuja
protectora alrededor nuestro. La primera vez que escuché a Cristina, sus manos se
aferraban al vientre tratando de explicar lo inefable, escudriñaba las palabras
que pudieran revelar el desconsuelo que sentía desde la muerte de Pablo, rastreaba
las expresiones a través de las cuales yo pudiera asomarme siquiera un poco a
su aflicción. El cordón que los había unido en la concepción nunca se había
roto y, ahora, la parca, sin la menor compasión, se lo había arrancado de
cuajo, extirpándolo de sus entrañas. Le dolían los ojos, estaban casi secos de
tanto llorar, hasta el aire que respiraba la abrasaba por dentro. Permanecía
insomne por las noches, se levantaba del lecho y salía a la terraza de la casa
para atisbar la luz que irradiaba su hijo en el firmamento estrellado. El resto
del tiempo, todo era penumbra. Ninguna plegaria aliviaba su alma lastimada.
Felipe
exponía su amor en silencio, un amor sin condiciones. Durante años, había mantenido
el ánimo necesario para dar a Pablo todo el calor que requería. Con su esposa
había construido un universo de amor para su hijo. Ambos habían decidido vivir
con intensidad cada minuto de la vida de su tierno vástago, recorrer su infancia
con la convicción de que le quedaba poco tiempo de jugar, de amar. Dedicarían
el resto de su existencia a disfrutar del mar y la naturaleza, entre visita y
visita médica; a cuidar y mimar su cuerpo, acompañarle en sus estudios y
sentirse orgullosos de su inteligencia. Entonces no tenían tiempo de llorar por
la futura pérdida de un ser único. Incluso, durante algún tiempo, tuvieron la
esperanza de que la medicina lograse algún avance que permitiera frenar, o tal
vez curar, la enfermedad.
La
vida de Pablo me fue revelada con un amor tierno y acogedor, aunque lanceado y
herido por el sufrimiento. Cristina y Felipe me hablaban, con delicadeza y
cariño, de la infancia de su pequeño y de su enfermedad; elogiaban su nobleza,
su bondad; realzaban su inocencia, su mansedumbre, su dulzura, su sensibilidad;
proclamaban sus ilusiones y sus deseos de vivir. Yo percibía la inmensa
tristeza que les rodeaba y me sentía contagiado por el abatimiento que les
causaba su ausencia. Cavilaba sobre la dura experiencia de convivir con el
sufrimiento de su propio hijo, con el sentimiento de impotencia de no poder
mitigar, aunque solo fuera una parte de su dolor. Me preguntaba cómo había sido
posible soportar tamaño suplicio, padecer semejante tortura, rumiar tal pesar.
A
medida que ambos me iban confiando sus vivencias, la figura de Pablo se hacía
más traslúcida. Retrocedí dieciocho años atrás e imaginé a un bebé sonriente en
brazos de su madre henchida de gozo. Contemplé cómo inclinaba su rostro sobre
su tripita y le estampaba un sonoro beso, arrancando una alegre carcajada en el
niño. Su marido había vuelto del trabajo y rodeaba la cintura de su esposa con
sus brazos, observando aquella escena de amor. Posó sus labios en la nuca de su
mujer y dejó que acabase de ponerle el pañal. Luego, levantó a la criatura en
brazos y lo miró sonriente. Sintieron que la felicidad no podía ser más
completa, pero, sin motivo aparente, una leve inquietud atravesó como un rayo
sus almas causándoles un cierto desasosiego… Lo que al principio parecía una
ligera neblina, luego fueron densos nubarrones. El pequeño tardaba mucho en soltarse a caminar y, cuando por fin
lo hizo, golpeaba, al caerse, la tierra con tal violencia que su rostro se
cubría de chichones morados. Las pediatras se convirtieron en una compañía cada
vez más habitual.
Por
un instante, yo quise sentirme en la piel de sus padres cuando temieron por el
amor de sus vidas, pero enseguida pensé en el aciago día en que el cruel diagnóstico
sacudió sus oídos, y me sentí desfallecer, incapaz de afrontar tanto
sufrimiento. La idea de que mi crío estuviera enfermo de por vida y falleciese
antes que yo, me atenazaba, me oprimía. Tan pesaroso, me resultaba imaginar que
yo estuviese en trance de morir y dejase a mi hijo desvalido, desamparado sin mi
apoyo ni mi cariño. Era consciente, sin embargo, de la fuerza del amor que
Felipe y Cristina dispensaban a Pablo. Entendía que la sonrisa y la alegría del
niño pudiesen con cualquier obstáculo y alcanzaba a comprender el coraje de
ambos al criar aquel ser tan hermoso. Yo suponía que, como les había sucedido a
ellos, mi firmeza -y mi pesar- aumentaría con el transcurrir de los días, al
comprobar que las virtudes del pequeño no hacían más que medrar. Cristina me contaba
que su hijo tenía un carácter afable y se relacionaba con facilidad con
personas de distintas edades. Disfrutaba de las comidas y tenía un espléndido
sentido del humor; que era ingenioso, noble, agradable, inteligente, educado,
galante y sensible. Por sus palabras, yo concebía a un niño respetuoso con sus
amigos, agradecido de sus cuidadoras, ávido de conocimientos en la escuela y con
proyectos de futuro; imaginaba el mundo como él lo apreciaba: el sol, las
nubes, el viento, el aroma de las flores, la frescura de los árboles en el
verano, la perfumada brisa del mar, las melodías de los pájaros, … todo le
invitaba a ser feliz.
Sé
que se preguntaba por qué no podía hacer algunas cosas como los demás chiquillos
y que llegó el día en el que supo que padecía una enfermedad que le impedía ser
como el resto. Sus padres me dijeron que, lejos del desaliento, su inteligencia
y su buen talante le sirvieron para cultivar otras habilidades que le
permitieron soñar con un porvenir laboral en el mundo de los videojuegos y
disfrutar de las posibilidades que la informática le ofrecía en el campo de la
música electrónica.
La
progresión de la enfermedad empañó su ánimo, cercenó sus esperanzas. Cada día
que pasaba, su movilidad se reducía. La silla de ruedas y el aparato de
ventilación mecánica se hicieron partes inseparables de su cuerpo. Su universo
fue menguando; dejó de acudir a la piscina y tampoco quería salir a la calle.
Le avergonzaba que pudieran verle con el respirador o que comprobaran el
progresivo deterioro físico que sufría. Para colmo de males, cuando su salud
más se resentía y más necesitaba a sus pediatras, se había convertido en un
adulto para los servicios sanitarios. Extrañar a las doctoras que hasta
entonces le habían atendido, se convirtió en un motivo de sufrimiento más.
Los
últimos meses fueron turbadores. A pesar de las atenciones médicas y de los
primorosos cuidados que le dispensaban en su hogar, su salud siguió empeorando.
Algo le oprimía por dentro y no lograba relajarse. Le costaba respirar y, a
veces, se despertaba sobresaltado con una inmensa bocanada de aire. Cada día
tenía mayores dificultades para ingerir el alimento, adelgazaba y se sentía más
agobiado. Debían cambiarle de postura con frecuencia. Las noches se hicieron
eternas, luchaba para que el sueño no le venciera en la oscuridad y, al alba,
el cansancio serenaba su espíritu y un dulce sopor lo invadía. Temía que algo
pudiera separarle de sus padres y quería que estuviesen siempre junto a él. Angustiado,
dirigiéndose un día a su madre, exclamó: “¡que
tus ojos sean lo último que vea cuando cierre los míos!”, “¡que tu rostro me
acompañe en ese viaje que presiento y que tanto temo!”
Me
confiesa Cristina que al final todos se fueron desmoronando y que han
desaparecido de su memoria muchas de las horas que vivieron juntos. No obstante,
recuerda que le preguntaba a su hijo que dónde estaba, pues ya no veía al joven
que ella conocía. Y él le respondía que estaba escondido, que tenía miedo. Me revela
también, que le pesa en el alma que cada día le costara más esfuerzo mantenerse
despierta para solventarle todas las necesidades.
Una
noche Pablo tuvo alucinaciones y, al poco, dejó de comer y entró en un estado
de semiinconsciencia. Dice que le lavaron con agua caliente, le dieron crema
por todo el cuerpo, le pusieron calcetines para calentar sus pies, le
humedecieron la boca con un paño de agua tibia y le dieron cacao en los labios.
Cristina y Felipe le asieron de la mano y musitaron palabras de amor. Con un
dolor inmenso sintieron que Pablo se moría; finalmente, exhaló su último
suspiro.
*****
Felipe
y Cristina sienten algo extraño en el aire que les circunda, creen que el
espíritu de Pablo les acompaña… y sé
que es cierto cuando percibo la caricia de su cálido aliento en mi nuca.
Pablo
padecía una Distrofia Muscular de Duchenne
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