Los meteorólogos habían anunciado un tiempo adverso y decidí refugiarme en el interior de la casa con mi nieto. La tarde fue desagradable, la noche tormentosa. Me sentí tranquilo entre los muros del edificio, nos daban cobijo. La lluvia, copiosa, había refrescado y humedecido los campos. Kilian, durmió toda la noche de un tirón. Cuando abrió los ojos, en la radio se escuchaba el sonido triste de una guitarra acompañada de orquesta. Estaba tranquilo. Al verme, dispuso sus brazos como si tocara el violín. La música tiene el don de amansarle, de serenarle. Así ha sido desde que era un bebé.
La tormenta amainó al clarear el día. Finalmente, escampó. En el cielo se dibujó un arco iris tiñendo la jornada de alegría y esperanza. Ilusionado, le tomé entre mis brazos y abrí la ventana. Era la primera vez que mi nieto contemplaba este fenómeno atmosférico. Se asustó y se aferró a mi cuello desviando su mirada de la luz multicolor. Mientras los colores se desvanecían, yo le explicaba cómo nacían del encuentro amoroso del sol y la lluvia. Pero él, hundiendo su rostro en mi pecho, desoía mis palabras. Luego, el tañido de unos cencerros llamó su atención, y el miedo, tal y como había venido, se esfumó. Levantó su cabeza y dirigió su mirada a través de la ventana. Juanpe, el pastor, aprestaba las ovejas para subirlas al monte. Le vimos alejarse con su rebaño y desaparecer en la vuelta del camino. Después dejé al niño que corriera libre por la era y seguí atento sus movimientos. Doblaba su cintura y arrancaba margaritas y dientes de león. Le dije que se las retirara de la boca. En ese instante, lo imaginé soplando vilano, disfrutando mientras las semillas se desplazaban por el aire. Más tarde, su mirada se fijó en una hilera de hormigas. Quiso tenerlas en sus manos, pero sus dedos no lograban atraparlas. De pronto, se encontró una piedrita, luego otra y otra… su mente ya había volado a otro lugar. De vez en cuando, al escuchar un ruido amenazante o al mirar las ramas de un arbusto moviéndose, Kilian se aproximaba abrazándose a mis piernas, sintiéndose seguro en mi presencia. Yo no podía por menos de contemplar su ingenuidad con agrado; percibía cómo estas pequeñas alegrías paliaban las grandes tristezas; evocaba los momentos en que me sentía atrapado por la fragancia de la madreselva, el aroma del espliego; recordaba la belleza del amanecer, la serenidad del ocaso…
De pronto, he tomado conciencia de que éste será mi último monólogo. Kilian ya pronuncia sus primeras palabras, dice “aita”, “ama”*. El próximo relato versará sobre alguna de las charlas que tengamos él y yo. Por eso me apresuro a contarle algunas cosas más antes de que dejen de interesarle mis peroratas. Al fin y al cabo, me considero un invitado de la tierra y pienso que tengo la misión de hacerla más humana antes de que mi ser se funda con la naturaleza. A veces me pregunto si estos monólogos no serán un torpe intento de huir de la muerte, de sobrevivir, ahora que los años me pesan. Sospecho que no tardaré en perder mis facultades, que el tiempo que resta hasta mi desaparición definitiva disminuye, que solo la decrepitud y la aniquilación me aguardan. Es probable que escribir a mi nieto de lo que me parece bien o mal sea tan solo una forma de evitar que se arrugue mi alma, la manifestación del deseo de que me recuerde, quizá una tentativa de prolongar mi existencia, una manera de luchar contra el vacío que vendrá.
Los monólogos también son de utilidad contra la amnesia de este mundo. De hecho, a veces, me asombro al recuperar un recuerdo y pienso en la probabilidad de que sea el propio recuerdo quien nos elija. Vienen a mi mente representaciones banales mientras, estoy seguro, hechos trascendentes han desaparecido o se esconden en las oquedades del cerebro. Sé que muchos de los acontecimientos que he vivido duermen en recónditos desvanes; otros se esfumaron, vagan por el aire; algunos, yacen bajo tierra. A lo largo de la vida he olvidado tantas cosas que, en ocasiones, temo sustituirlas por falsas evocaciones, por imágenes espurias, por escenarios fantasmas en los que nada de lo que se cuenta ha ocurrido. Pero no temas, Kilian. Aunque esto fuera así, las experiencias vividas dejan su huella, se transforman en un poso que influye en el carácter, construyen la personalidad que luego marca nuestro devenir. En consecuencia, cree cada una de las palabras que escribo. No te miento. No podría traicionarte. Siento como un deber expresar mi testimonio.
Hoy, por ejemplo, he recordado un episodio de mi infancia. Afuera, el tiempo era desapacible. Yo estaba solo en el hogar haciendo los deberes. De repente, se fue la luz eléctrica. No era extraño que esto ocurriera varias veces al año. Preso del miedo, abrí la puerta de casa y llamé con todas mis fuerzas a mis padres en la oscuridad. Regresó la luz al poco tiempo de que les hubiera llamado, pero, de nuevo, todo se volvió tenebroso. Salí otra vez al descansillo del edificio y grité de nuevo con más fuerza todavía, confiando en que se obraría el milagro. Pero la luz no volvía. Grité, hasta desgañitarme, ¡ama!, ¡aita!, una, dos, no sé cuántas veces... Nieves, la vecina del tercero, me oyó. Abrió su puerta e, iluminando las escaleras con una vela apoyada en un candil, me preguntó si estaba solo. Le respondí que sí, y me invitó a subir a su casa hasta que volvieran mis padres. Me sentí acogido. ¡Cómo no voy a comprender tus temores infantiles, Kilian! ¡Los he vivido!
De niño me gustaba que me contaran fábulas, historias. Escuchaba cuentos, relatos, narraciones religiosas, que influyeron en mi forma de ser y de pensar. Me costaba comprender las bienaventuranzas del sermón de la montaña, pero había algo en ellas que me llegaba al corazón. La parábola del buen samaritano me enseñó a reconocer quién era mi prójimo y cuál debía ser mi actitud hacia él. Fue a finales del año 2017 cuando la RAE* aceptó el uso de la palabra “Aporofobia” para expresar el rechazo, aversión, temor y desprecio hacia el pobre, hacia el desamparado*. Escuchando -leyendo- a Adela Cortina sentí que el mundo de mi infancia no me había abandonado; supe que era posible expresar con nuevas palabras lo que había aprendido en mi niñez y, aún más, que se podía explicar de una manera comprensible la causa por las que no resultaba fácil llevar a la práctica unas ideas bondadosas, compasivas, que combatieran la aporofobia. El cerebro del ser humano, querido Kilian, es aporófobo. El miedo –y el consiguiente rechazo- al forastero, al extraño, a quien nos parece que solo puede traernos problemas, es universal. Se precisa de la educación en el respeto a la igual dignidad de las personas, se necesita de nuestra compasión, entendida como la capacidad de percibir el sufrimiento de otros, y de comprometerse a evitarlo. La consecuencia de que los orígenes del ser humano sean como son es que la persona que tiene la desgracia de caer en la pobreza le resulta prácticamente imposible tomar las riendas de su vida, a menos de que se afronte esta lacra por vía de la educación y de la práctica de virtudes como la bondad y la compasión. Erradicar la pobreza es posible, y se convierte en una obligación cuando deseas fervientemente que desaparezca la injusticia de la tierra.
Desearía hablarte de la vulnerabilidad del ser humano, de la necesidad de refugio frente a la intemperie, de nuestro deber de hospitalidad hacia el prójimo que sufre. Quisiera que conocieras a algunos de sus adversarios, porque sucede, Kilian, que la hospitalidad tiene sus enemigos: la indiferencia, la sed de dinero, el ansia de poder, el miedo al extraño, el recelo al diferente. Y, para vencer el recelo, el miedo, la indiferencia, hay que sentirse vecino del mundo, ciudadano del planeta; hay que captar también la riqueza de todas las culturas, de todas las tradiciones; esforzarse por conocer la psique de los distintos pueblos, comprender los motivos por los que actúan. Te animo a estudiar otros idiomas. Absorber otras culturas a través de sus lenguas vernáculas es un tesoro que yo, personalmente, ya jamás podré alcanzar.
A veces, leyendo un libro o escuchando una canción, resucita una parte olvidada de mi educación infantil. Hoy he encontrado en el desván de la memoria una de las perlas que decía mi madre: “Haz el bien y no mires a quién”. Me pregunto si he sido un buen hijo, si habré seguido sus consejos. Lo que sí puedo afirmar es que he sido receptor de estos bienes, que acciones realizadas por otras personas o decisiones que han tomado me han reportado un gran bien. Desde tu nacimiento, Kilian, me afano por recoger las experiencias de quienes me precedieron en la lucha por la vida, por extraer las enseñanzas de amores y desencuentros, por transmitir la energía que me constituye para que el mundo sea un lugar más habitable.
Debes perdonarme, pequeño. Compruebas cómo se llena mi boca de soflamas; el pensamiento, de ideas grandilocuentes. Y luego tropiezo con lo que parece más sencillo. Cuando visito a una persona, sienta o no afecto por ella, casi nunca se me ocurre regalarle algún detalle, ni siquiera mi tiempo. Presentarse con las manos vacías es un error, un defecto que menudea tu aitona. Dar, recibir, son signos de hospitalidad. Desearía que pensaras en tu prójimo más de lo que yo hago. Procura no olvidarlo.
Atardece. Las palomas zurean en la plaza del pueblo, su arrullo nos envuelve. Se posan unos gorriones en las ramas del tilo. Se oyen los últimos trinos del día de un carbonero. Una lagartija repta por una pared que aún conserva los últimos rayos de sol. Veo a una libélula que se detiene durante breves segundos en el arroyo. Escucho el zumbido de las abejas libando el néctar de las flores, el eco lejano del balido de las ovejas, los mugidos de las vacas en la cuadra. A pesar de los pesares, siempre es posible encontrar momentos de sosiego, retazos de felicidad.
Palabras en euskera: Aitona: abuelo. Aita: padre. Ama: madre
RAE: Real Academia Española de la Lengua
Aporofobia, el rechazo al pobre. Autora: Adela Cortina. Editorial Paidos.
Eduardo Clavé Arruabarrena
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