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Txispi y su médico


“TXISPI” y su médico

…evocar el pasado no es una pérdida del tiempo presente sino una recuperación precisamente de este tiempo visto a la luz del pasado”. Ignacio Carrión*

Es tiempo de pandemia, tiempo de incertidumbre, tiempo de recogimiento. Las horas transcurren lentas. La humedad ha refrescado el ambiente y un leve estremecimiento recorre mi cuerpo. Paso un pequeño chal sobre mis hombros, arropándome. Eliminado cualquier vestigio innecesario, apenas se salvan unos minutos del día. El resto de la jornada solo ha sido tedio, monotonía.

Tras el ocaso, mis ojos se humedecen contemplando la tenue luz de las luciérnagas rompiendo la oscuridad de la noche. Pasan los minutos, me siento adormecer. Mis párpados se rebelan, no quiero dormir, tampoco soñar. Temo despertarme con un mal sueño, que me persigan los fantasmas y las sombras, que la enajenación me alcance, que me duela la vida al sentirla de nuevo. Avanzada la noche, justo antes de rayar el alba, una nube viajera desdibuja el contorno de la luna pálida, menguante, próxima a su muda semanal.

Ha amanecido. Una suave brisa recorre el porche de casa. La claridad ahuyenta los miedos que me afligían por la noche. Mi espíritu renuncia a las últimas sensaciones de mi cuerpo. Siento que un aura de paz y armonía me envuelve. Me dejo acariciar por los recuerdos y oteo el horizonte buscando algo, quizá imposible de hallar. Evoco imágenes de un pasado no muy lejano. Llaman a la puerta de la consulta. Entra un adolescente sonriendo, acompañado de sus padres. Sentado en una silla de ruedas, me mira directamente a los ojos. Observo su mirada. Luego me detengo en otros rasgos del joven y trato de corresponderle esbozando una sonrisa. El rostro del chico, imberbe, despierta en mí una ternura que creía olvidada. Inicio la inspección médica fijándome en otros detalles: un balón, dentro de una bolsa de plástico, cuelga de uno de los brazos de la silla… Entonces, le pregunto si le gusta el fútbol. Por toda respuesta, el joven paciente parece ampliar su simpática sonrisa.

La madre de Txispi, así le llaman sus padres al mozo, me hace una descripción minuciosa de los síntomas que padece. Tiene un proceso respiratorio que no acaba de sanar. Le hago algunas preguntas. Pocas. No resulta necesario. Antes, su ama*, me ha enseñado los informes del joven. Además, la exposición de los síntomas que ella ha hecho ha sido detallada.

Me levanto de la silla y me acerco al muchacho. Éste parece inquietarse un poco al percatarse de mi proximidad. Razono que mi bata blanca le atemoriza. Entra dentro de lo posible que personas con uniformes de hospital le hayan causado malestar en alguna exploración previa. Con una de mis manos le acaricio la cabeza. Luego, con suavidad, le palpo el cuello y la región submandibular buscando ganglios que puedan estar aumentados de tamaño. Extraigo el fonendoscopio del bolsillo de mi bata y le ausculto. Aprecio unos ruidos respiratorios anormales, una de las bases pulmonares no ventila bien. Compruebo las radiografías en el negatoscopio. Su visión me confirma la impresión que me había causado la exploración pulmonar. Vuelvo a la mesa del despacho y me siento frente a sus padres. Dirigiéndome a ellos, les explico los hallazgos. Les informo de diferentes posibilidades diagnósticas, entre ellas que su hijo quizá no pueda deglutir bien la comida, que se podría realizar una gastrostomía* para colocar una sonda; así evitaríamos que aspirase el contenido de los alimentos y perpetuase los procesos infecciosos respiratorios. Su padre, con buen criterio, me dice que comer es un verdadero placer para su vástago, que la sonda sería un padecimiento gratuito.

Entonces, me abstraigo durante un tiempo apenas perceptible para el resto del mundo. Cavilo sobre la salud y la enfermedad, sobre la vida y la muerte, sobre la suerte de nacer, de estar vivo. Sopeso el posible sufrimiento de Txispi. Discurro si una mayor conciencia de su propia dolencia sería algo bueno para el joven. Raudo, desecho algunas ideas calamitosas que circulan por mi cabeza y me fijo en la eterna sonrisa que acompaña la faz del muchacho. Considero los pequeños detalles que Txispi tiene la fortuna de disfrutar: recibir el calor del sol, dejarse acariciar por la brisa, advertir el cosquilleo del sirimiri en su cara, alegrarse con los colores, escuchar el gorjeo de los pájaros, divertirse con la música, percibir el aroma de las flores y del salitre del mar, sentir los besos y abrazos de sus padres…

Considero también la sinrazón del azar que ha permitido que nuestras vidas se crucen. Pienso si puede existir algún motivo desconocido por el que nuestros destinos, el de Txispi y el mío, se hayan unido por un periodo de tiempo que todavía no alcanzo a vislumbrar; por el que nuestro futuro, todavía incierto, ha quedado definitivamente entrelazado.

Por momentos me pregunto qué sucedería si yo pudiera comprender las señales que Txispi me envía; si él siente cómo, desde dentro de mí, le acaricio las cicatrices de su lastimado cerebro; si el tono suave de mis palabras calman la angustia que puede sentir ante lo desconocido; si la ternura que su figura me inspira logrará que yo sea mejor médico, mejor persona…

Aunque reconozco que no son comparables, reviso otras situaciones dramáticas que se suceden en el mundo. Me pregunto cuántos niños pueden percibir lo mismo que siente Txispi. Desfilan ante mí multitud de imágenes de la prensa o la televisión de niños aferrados al pecho de una madre desfallecida. Me atormenta imaginar sus llantos de hambre, de cansancio, de miedo. Cuando miro esas figuras de ojos tristes, legañosos, puedo notar mi propia oscuridad a través de las pupilas de esos desventurados…

+++++

Pasaron varios años. Siempre me alegré de haber hecho caso a los padres de Txispi, de haber sido prudente. Todo ese tiempo prevaleció mi simpatía hacia aquel ser inocente, bondadoso, de rostro alegre y risueño. Cuando acudía a la consulta, su sola presencia animaba a que mi alma se hiciera más desprendida, más generosa. Nacía en mi espíritu la necesidad de ser un hombre tierno, cariñoso, con las personas que más lo necesitaban. Su mirada limpia, su sonrisa inocente, la felicidad que irradiaba, eran la mejor medicina para un médico como yo, en ocasiones taciturno, triste, apesadumbrado por la atmósfera de dolor de las personas que atendía. Tardé un tiempo en comprender que muchos de mis pacientes me aportaban todo lo necesario para que surgiera en mí la ternura, la bondad, la esperanza, incluso algunas chispas de alegría. Txispi era uno de ellos. Desde que empecé a atenderlo, yo ya no fui el mismo, sino un ser mejorado, más humano. Su existencia fue un auténtico bálsamo para mí. Su definitiva ausencia, un nuevo desgarro en mi corazón afligido. Le estaré agradecido lo que me reste de vida.

Ahora, ya jubilado, no ejerzo la profesión. Escribo. Mi fin en la tierra está más próximo cada día. No quiero que se pierda la memoria de algunos de los ángeles que pasaron por mi vida sin que, en ocasiones, yo me percatara de ello. Me he convertido en un “sentidor” y, a veces, siento cierto desencanto. Pero el desaliento se aminora gracias al recuerdo de los muchos enfermos que habitan mi interior. Me hablan, me acompañan en momentos en los que la soledad me atenaza. Siento que me consuelan, que impiden que mi corazón se vaya vaciando. A algunos, como Txispi, los sigo viendo, y ellos me miran, me acarician con su sonrisa…

En verdad, es tiempo de pandemia,… pero también es tiempo de esperanza.

 

Autor: Eduardo Clavé Arruabarrena

Médico. Especialista en Medicina Interna

*Ignacio Carrión. Diario último. Editorial Renacimiento.

* Ama: madre en euskera.

* Gastrostomía: intervención quirúrgica que consiste en la apertura de un orificio en el abdomen para introducir una sonda de alimentación en el estómago.

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