MONÓLOGO DEL AITONA*
Nire
bilobari eskainia*
Duérmete,
niño, duérmete ya …
Voy a contarte cómo ha sido la jornada, pequeño.
Los primeros rayos de sol han iluminado las paredes de mi habitación desde muy
temprano. Algunos trinos madrugadores anunciaban la buenaventura a los
ganaderos del pueblo. Me he asomado a la ventana, soplaba una brisa fresca y
suave. Unas delicadas ráfagas de aroma de espliego y madreselva me han traído
recuerdos infantiles teñidos de nostalgia. Desde mi atalaya, me he fijado en un
reguero de laboriosas hormigas que se afanaban acarreando sus pesadas cargas
por las baldosas del soportal de la casa. Todo invitaba a la alegría.
Ha sido entonces cuando he oído tu
llanto. Me llamabas desde tu cuna. Al verme, has sonreído. Tendías tus brazos,
para que yo te tomara entre los míos. Luego, hemos iniciado nuestro ritual
diario. He abierto el portón y, atravesando el porche de la casa, te he paseado
por la era cubierto con una manta. Decenas de aviones, la mayoría “comunes”
-algunos “roqueros”- sobrevolaban encima de nuestras cabezas. Surcaban el
aire alegres y despreocupados. Parecían saludarse entre ellos haciendo piruetas
y acrobacias. Tú, emitiendo gritos de exclamación, señalabas con el dedo las
pequeñas aves que se desplazaban por un cielo transparente, azul. Después, hemos
recorrido juntos el jardín y te he ido nombrando todas y cada una de las
plantas que nos rodeaban. Yo te acercaba a las ramas y flores del romero, la hierbabuena,
la abelia, la escalonia, para que las olieras. Tú arrugabas la nariz y,
sonriendo, retirabas la cabecita. Te aseguro que ha sido uno de los momentos
mágicos del día. Tras el pequeño paseo matutino, te he abrazado dulcemente y hemos
vuelto a nuestra morada.
Luego me he preparado para caminar por
los alrededores de la aldea. Al salir de casa, tú estabas acabando el biberón.
Me he marchado tranquilo dejándote al cuidado de tu madre y de tu abuela. En lo
alto de la peña he divisado algunos buitres que, posados en la roca, se
calentaban al sol. En los aledaños del lugar, poblado de chopos, nogales, arces
y avellanos, salían al paso, como si desearan saludarme, mirlos y lavanderas.
El rumor del río acompañaba mis pisadas. Se había creado una atmósfera
apacible, armoniosa. Sin venir a cuento, acudieron a mi mente los versos de
Jorge Manrique* “Nuestras vidas son los ríos que van a dar en la mar, que es
el morir…” Parecían
advertirme de la brevedad de nuestra existencia, del pesar de las ausencias.
Pero no creas, mi nene, que este tipo de pensamientos me hayan conducido al
desánimo o la desolación. El refrescante sonido del agua ahuyentaba cualquier
angustia que pudiera producir la búsqueda del sentido de la vida, y la
fragancia que emanaba de la tierra aminoraba la pena de los seres queridos ya
definitivamente desaparecidos.
Duérmete, niño,
las estrellas
te miran desde el cielo.
He ascendido por el sendero que conduce
a las ruinas de los corrales de Ocijo*, amparado por la sombra de las hayas y los
rebollos. Me ha sorprendido la ausencia de boñigas y otros excrementos de
animales; aunque no debería extrañarme ya que el calor del estío empuja a las
bestias a lo más alto de la montaña, allá donde el clima es más benigno y aún
perdura la hierba verde.
Algún día, criatura, te contaré cómo, no
hace mucho tiempo, me crucé con un jabalí. Me adentraba en la floresta
acercándome a un pequeño paso de piedra que ayuda a salvar el riachuelo, cuando
percibí un extraño movimiento en la vegetación. El follaje era frondoso, la
altura de los helechos me impedía ver qué lo causaba. En un pequeño claro,
libre de maleza, lo pude admirar. Era un espléndido ejemplar, de aspecto fiero.
Me asusté. Tranquilo, como si yo no existiese, el animal prosiguió su camino
hacia el río. Luego, pasado el temor inicial, me serené y me sentí en comunión
con la naturaleza. Supe que él no había tenido miedo de mí, se había dejado ver,
intuyó que yo era un ser inofensivo. Me complacía que no tuviéramos que
competir por el alimento, que no sintiéramos necesidad de marcar el territorio,
que nos hubiéramos respetado. El bosque que nos acogía a los dos era también
nuestro hogar.
Duérmete, niño,
el ángel custodio te acogerá.
Luego, nene, cerca de los corrales, en
la dehesa, observé cagarrutas de ovejas. Habían pacido hacía poco tiempo en el
lugar. Mientras esquivaba las bolitas de caca, observé un enorme macho de
ciervo volante. Te diré que nunca debes asustarte a pesar de su temible aspecto.
Es un escarabajo totalmente inofensivo. No me resistí a hacerle una fotografía
con el móvil. Después pensé si a él le importaría que le hubiera inmortalizado
en una imagen. Me gusta creer, mi pequeño, que, si pudiesen, todos los seres
vivos del planeta tratarían de comunicarse con nosotros y expresar lo que
sienten. Quiero imaginar que, además de miedo, hambre y otros instintos,
albergan sentimientos, aunque solo sea en niveles incomprensibles para la
capacidad del ser humano, siempre sobrevalorada.
Más adelante atravesé un “paso
canadiense”. Aun asumiendo el uso que de él hacen los pastores, siempre temo
que algunos animales sufran accidentes al quedar sus patas atrapadas en ellos.
Justo al lado, había un abrevadero. Manaba fresca el agua y algunos rayos del
sol se filtraban a través de las hojas de las hayas. El canto de algunas aves
contribuía a la paz del lugar, que solo rompían unas pocas moscas cansinas que
libaban de mi frente perlada de sudor. Seguí mi camino confuso por las dudas
que me generaban algunos de los límites a los que sometemos a los animales.
Salí del ensimismamiento cuando, a lo lejos, aparecieron ante mi vista los
muros de los corrales en ruinas. A medida que me aproximaba, contemplé una
vista que me causó gran deleite. Numerosos ejemplares de gordolobo, con sus
flores amarillas, flanqueaban la vereda simulando hermosos candelabros. Fantaseé
que las hadas del bosque y los gnomos me recibían como al protegido de una
realeza. No sabes cómo lamenté no tenerte a mi lado.
Duérmete, niño,
una hermosa luna cela tu sueño.
En aquel lugar, mientras el agua fresca de
la cantimplora saciaba mi sed, se reafirmaba en mi ser el sentimiento de
felicidad que comenzó a fraguarse el día que te vi nacer. Hasta ese momento
vivía con la mirada demasiado vuelta hacia el ayer y con el temor a un mañana
siempre incierto. Tu existencia, tu presencia, habían iluminado las sombras que
perturbaban los últimos años de mi vida. Un renovado vigor, perdido con los
años, se había apoderado de mí. Comprendía que tus gestos, tu sonrisa, hasta tu
llanto, eran el alimento que mi espíritu necesitaba para huir de las tinieblas,
de los campos de minas sembrados por la pena y el dolor que nos embarga la vida
mientras discurrimos ajenos a ella.
Después, en el silencio del bosque,
caminando solo, entre hayas, quejigos y acebos, escuchaba el ruido de mi cuerpo,
el estrépito de mis emociones. Pensaba en lo maravillosa que es la vida, en la
suerte increíble que nos ha correspondido. También cavilaba en la muerte, en el
universo que desaparecerá con nosotros, en la vida de los otros para cuando
nosotros no estemos, en la responsabilidad que tenemos con las personas que nos
sucederán. Deseaba mentirte, jurarte que el mundo que mi generación te ha
legado es mejor que el que heredamos de mis padres y abuelos, que hemos vivido
pensando en vosotros y en vuestros descendientes. Sin embargo, sé que, con tu
mirada candorosa, descubrirías el engaño, porque a ti, querido infante, no
puedo mentirte. Pero no nos pongamos serios, mi pequeñuelo, que no estaba en mi
ánimo mezclarte con mis pesares, con mi tristeza. Ahora solo quiero pensar en
todo el tiempo que te queda por vivir, en lo que te resta para amar.
Duérmete, niño,
el aitona, muy cansado ya está.
Mañana, justo antes de que yo ya no sea,
antes que se apague la belleza del mundo, quizá pueda atisbar el infinito y,
quizá, aprenda una última lección. En ese instante, desearía conservar la
fuerza suficiente para revelarte mi descubrimiento, para que supieras blanquear
la negrura, para que fueras dichoso sin pretenderlo. Hoy, que aún no ha llegado
ese momento, creo que amar y enfrentar la vida con una sonrisa, vivir sin
renunciar a lo realmente valioso, sentirse una parte integrante de la
naturaleza y reconocer nuestra insignificancia en el inmenso universo, pueden
ser unas buenas mimbres para desarrollar una existencia plena.
Ahora que los grillos tientan a las
hembras con su canto, que la luna refleja su luz en el prado, que las estrellas
titilan al sentirse solas en la oscuridad del espacio infinito, que tus
párpados luchan contra el sueño que te invade… Ahora, mi pequeño, es tiempo de
descansar…
…ya mi niño dormido está.
Autor:
Eduardo Clavé Arruabarrena
Fotografía:
Irene Clavé Correas
* Expresiones en euskera
Aitona: Abuelo. Nire bilobari eskainia:
Dedicado a mi nieto.
*
“Coplas por la muerte de su padre”. Jorge Manrique.
* Corrales de Ocijo: Sendero Sierras de la Rioja (GR-93) Tercera etapa “San Millán-Anguiano”
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