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CONFINAMIENTO -2-





CONFINAMIENTO -2-
Las horas transcurren lentas. Prisionero de la monotonía, noto cómo el tedio se va apoderando de mí. Fijo la mirada en la pared y dibujo los contornos irregulares de una grieta. Me cuesta alejar de mí la desgana. Estoy desfallecido, a pesar de que no realizo esfuerzo alguno. Temo acabar con el cuerpo atrofiado y el cerebro marchito. Van ya no sé cuántos días…

En un intento de comprensión, me pregunto si cuanto fui, lo que hice siendo joven, mi trabajo en el hospital, incluso todo cuanto amé, no fue un engaño, una ficción, una impostura; si realmente, solo quise a la figura que yo había creado de mí; si la vida era otra cosa distinta de lo que yo pensaba; si me había plegado, sin oponer resistencia, a las consideraciones de los demás, a la conveniencia. Ahora, llegado este momento de mi existencia en el que poco me resta por vivir, pienso si he sido un bluf, si he transitado por donde sabía que no iba a resbalar, si he actuado sin salirme del carril, si nadie ha necesitado de imposiciones para conseguir lo que deseaban que yo hiciera; y yo, dócil, he obedecido mansamente las indicaciones de quienes manejaban los hilos de nuestra sociedad, he repartido lisonjas a cambio de unas migajas de reconocimiento, he callado cuando debería haberme rebelado… Siento una afectación vergonzosa, un remordimiento estéril, el peso de una conciencia ignota, un temblor del alma, una voluntad inane.

Como un autómata, camino del balcón al baño. Observo mi rostro -es la faz de un ser anónimo- en el espejo, la barba de varios días, los surcos labrados por el tiempo, las ojeras pesarosas, los pelos contumaces que asoman por las narinas siguiendo distintos derroteros. Percibo el desaliento, el abandono, el desencanto, de ese ser que un día creyó saber quién era. Me ducho, observo la cara del desconocido que se va transformando a medida que desaparece el vaho de las baldosas y del espejo del baño. Peino el pelo ralo que, a duras penas, oculta la calva…

Comienza una nueva jornada en esta clausura obligada y anhelo que la nueva luz del día me brinde una brizna de esperanza. Avanzo hacia el balcón, dirijo la mirada hacia el nido y abandono ese tono distraído que me atormenta. Compruebo que la urraca se mueve rápida y sigilosa a otros árboles más alejados de su hogar y, a cierta distancia, permanece durante unos minutos atenta temiendo haber dejado a sus polluelos en una situación de riesgo. He leído que la urraca es una de las aves más inteligentes de la Tierra, que se ha acostumbrado a vivir en las proximidades del hombre y que acumula pequeños objetos. Me gusta pensar que también atesora alguna de las virtudes de los seres humanos, no solo sus defectos, e, imagino, que se comporta generosa con otros miembros de su especie. Lo que de verdad he comprobado, es que no descuidan la atención de su prole. De hecho, los últimos días, resultan más esquivas que las pasadas semanas. Se muestran temerosas, silenciosas, desconfiadas. Aunque no las he visto, ya no me caben dudas de que sus crías han nacido. Cavilo acerca de las relaciones que mantendrán entre ellas, si persistirán los vínculos con su familia durante toda su existencia, si serán solidarias ante la necesidad. Me cuesta creer a quienes dicen que no piensan ni sienten. He comprobado cómo los pájaros defienden su descendencia a riesgo de perder su propia vida, cómo alimentan a sus polluelos, cómo les enseñan sus cantos y les adiestran en sus hábitos. Me siento esperanzado pensando que, en muchos aspectos, estas criaturas se comportan mejor que los humanos.

Percibo que las aves han alentado mi ánimo y escudriño a mi alrededor las pequeñas cosas que siempre han fortalecido mi espíritu. Evoco cómo los primeros días del confinamiento, cuando se mantenía estricto el seguimiento por la mayoría de la población, podía oír el tremolar de las hojas y observar el vilano blanco sobrevolando las calles adyacentes de la ciudad. Y, mientras los álamos esparcían sus semillas y el viento las trasladaba hasta depositarse en terreno fértil, en mi fantasía, yo auscultaba el inaudible crujido de la tierra al germinar la simiente. De soslayo, inmóvil y silencioso, atisbo a los gorriones que ensucian la terraza escarbando la tierra de las jardineras y considero el derecho que les asiste para asegurar su subsistencia y la de sus crías. Contemplo la afanosa labor de unas pocas hormigas recorriendo las baldosas en busca del sostén diario. En una de las esquinas observo, tras mirar con detenimiento pues tiempo es lo que me sobra, una sutil tela de araña. Todos los días me maravilla la fuerza de la vida y cómo se abre camino, aunque existan un sinfín de dificultades.

A medida que han transcurrido los minutos, he ido notando cómo el quebranto iba dando paso al sosiego, surgiendo una paz que serenaba mi alma. Después, me ha inquietado una ventada y he podido escuchar el ulular del viento entre las paredes de la casa, que, siendo niño, confundía con el silbido de un fantasma. De vuelta a la niñez, me he reconciliado con la naturaleza, conmigo mismo y con Dios. En ese mismo instante, he decidido volver al aseo y rasurarme la barba.

Autor: Eduardo Clavé Arruabarrena

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