Habían
pasado diez días desde que el Gobierno hubiera instaurado el estado de alarma.
Kilian no sabía ya qué hacer para superar el tremendo aburrimiento que le
invadía. Estaba convencido de que, si no enfermaba por el maldito coronavirus,
enfermaría de tedio, moriría de hastío. Cuando no estaba durmiendo, se
amuermaba pensando en las musarañas, esperando a que llegase cualquiera de las
horas que rompía la monotonía del día, aunque solo fuera por unos minutos. Al
principio del encierro, se divertía con los amigos gracias a la videoconsola de
última generación que le habían regalado en Navidades o leyendo los mensajes de
wasap de la cuadrilla; pero, desde hacía un par de días, no hallaba ninguna
satisfacción en esos “menesteres” como le gustaba decir a su abuela.
Tenía
dos hermanos más pequeños y se había peleado con ellos en varias ocasiones,
también con su madre. En cuanto a su padre, procuraba mantenerle lo más lejos
posible desde que le hubiera propinado una bofetada. Había discutido con él
porque quería salir por la noche con su mejor amigo, Iñigo, aprovechando las
horas en las que no hubiera ningún transeúnte en la calle. Estaba cansado de
escuchar a sus padres que ellos no eran un caso especial, que todo el mundo se
hallaba recluido. Pero saber que el resto del planeta pudiera encontrarse igual
que él, no le aliviaba.
Echaba
de menos el ir al instituto. No era lo que se dice un joven aplicado, pero allí
podía ver a Mirian, la chica que le atraía. Aunque lo trataba con desdén, le
había pillado algunas miradas disimuladas y, por ello, alimentaba la esperanza
de gustarle también a ella. Sin embargo, a medida que iban transcurriendo los
días de encierro, incluso el rostro de su compañera se iba desdibujando de su
mente; tenía que acudir a los vídeos y las fotografías que había hecho con su
móvil en las últimas semanas antes del encierro, para repasar algunos detalles
de su rostro. Pero, bien mirado, pensar en ella solo hacía que aumentara su
fastidio, así que procuraba buscar otras cosas en las que entretenerse.
Cada
minuto que pasaba, mayor era su desesperación y, por mucho que se esforzara, no
descubría nada que pudiera librarle de la desgana. Se sentía harto de todo y de
todos. Para colmo de males, las noticias que escuchó por la radio al despertar
del undécimo día le desanimaron aún más y, aunque las condiciones del
confinamiento no se habían modificado, le parecieron más restrictivas. El
panorama era desalentador. Mientras se dirigía al baño para asearse, escuchó un
rumor de voces y ruido de vajilla que provenía de la cocina. Pasó por delante
de la habitación de sus padres y de la de sus hermanos: se hallaban vacías, supuso
que todos ellos estaban desayunando. No sabe cómo sucedió, pero fue entonces
cuando halló aquel legajo. Su madre lo habría dejado olvidado en la mesa de la
salita mientras ordenaba por enésima vez las habitaciones. Desde que se había
decretado el retiro de la población en sus casas, parecía que estaba poseída
por una ventolera de organización y limpieza. Quizá quería deshacerse de
aquellos papeles, así que, Kilian, no se lo pensó mucho y comenzó a husmear en
ellos. No era la primera vez que se había encontrado con la desagradable
sorpresa de que su madre le había tirado cartas, folios, cuadernos, que significaban
mucho para él, y no deseaba que ocurriese algo semejante si él podía impedirlo.
Eran
unos cuantos folios sujetos por un fino cordel sobre los que ya habían llovido
algunos años. Se esmeró al desatarlo para evitar que se rompiesen los papeles.
Observó que estaban escritos a boli y se sorprendió de que la primera frase
estuviera dirigida a él: “Para Kilian”. No reconocía la letra de
la persona que lo había escrito, así que se puso a buscar alguna firma o algo
que pudiera identificarla, pero en un primer vistazo, rápido y superficial, no
vio nada que pudiera ayudarle a fijar su autoría. Aunque se había prometido que
no iba a leer nada durante la cuarentena, enojado por lo que le parecía un
castigo cruel e inmerecido, la verdad era que no tenía nada mejor que hacer y
le había picado la curiosidad de saber quién y qué le había escrito.
Debajo
del título “Para Kilian”, aparecía el subtítulo: “A modo de
preámbulo”
Quiero
contarte la verdad de las cosas, Kilian. Hacía tiempo que había dejado de
preguntar a mi yo más profundo si mi vida había servido de algo, si mi
existencia había tenido algún sentido en este largo viaje hacia la muerte que
ahora siento tan corto. Tras abandonar los dulces del amor, el ardor de la pasión, la ilusión de los proyectos, el temblor contagioso del placer y de la diversión, solo vivía del pasado y en el pasado. Me espantaba la posibilidad de convertirme en un despojo, de sentirme privado de mi propia humanidad. Ya solo temía un mañana inmóvil, como el de los viejos desaliñados en los asilos con la cabeza colgando, mirando el suelo sin ver y con la saliva corriendo por la comisura de la boca. Me sentía abatido y desdichado porque aún me quedaba demasiado tiempo para sufrir y muy poco para amar.
Pero, desde el mismo instante en que tú naciste, poseo un hilo de esperanza que me vuelve a sujetar a una vida plena. Veo tu carita, observo tus movimientos, me deleito con tu sonrisa, me preocupo por tu llanto, querido Kilian, y quiero visitarte en el futuro a través de estas líneas. Ahora que me siento mayor, que mi cuerpo me abandona, que me he convertido en un anciano desvalido, valetudinario, …
Pero, desde el mismo instante en que tú naciste, poseo un hilo de esperanza que me vuelve a sujetar a una vida plena. Veo tu carita, observo tus movimientos, me deleito con tu sonrisa, me preocupo por tu llanto, querido Kilian, y quiero visitarte en el futuro a través de estas líneas. Ahora que me siento mayor, que mi cuerpo me abandona, que me he convertido en un anciano desvalido, valetudinario, …
Kilian
estuvo a punto de dejar la lectura pues la persona que había escrito aquello
utilizaba un lenguaje que le parecía viejo y difícil. Sin embargo, lo pensó
mejor: disponía de tiempo y de los recursos necesarios -internet- para
descifrar las palabras cuyo significado pudiese resistirse. Así que prosiguió
leyendo.
…deseo
transmitirte algunas de las cosas que me han enseñado a sobrellevar cuanto de
miserable y sórdido he encontrado en la vida, y a reconocer la belleza de la
misma a pesar de los pesares. Como les sucede a todos los niños de tu edad, no
recordarás nada del poco tiempo que hemos vivido juntos. Tienes ahora tan solo
nueve meses y estoy convencido de que ha sido tu existencia la que me ha
proporcionado la fuerza que necesitaba para alargar mi vida durante este
periodo. Pero todo tiene su fin, no puedo perder el tiempo en circunloquios ni
demorar el dejar por escrito lo que hubiera deseado decirte a medida que
hubieran transcurrido los años. Sé que no me queda mucho tiempo, debo
apresurarme. De hecho, unos meses antes de que tú nacieras, creía que me había llegado
la hora, que debía dejarme morir y que, ahora, yo ya debería estar criando
malvas.
Como
puedes observar, me voy rápidamente por las ramas y no me resulta fácil concretar
ni resumir. Siempre he sido así y ya es tarde para enmendarme. Además, soy
consciente de que a lo largo de mi vida he cambiado en varias ocasiones mi
manera de pensar; las cosas que valoro ahora son otras, distintas a las de hace
unos años, y, presumiblemente, estas mismas se modificarían en el caso de que
pudiera acompañarte en tu crecimiento. Es por ello, que procuraré escribir
sobre lo que apenas muda en la vida, como es el cariño y el amor de la familia,
y el eco que despierta su recuerdo en mi memoria.
Kilian
dedujo por fin que se trataba de su abuelo, del padre de su madre. La única referencia
que de él tenía, era la imagen de una fotografía que había visto en el aparador
de la salita de casa de su abuela. Se llamaba Eduardo y, aunque había oído su
nombre en diversas ocasiones a propósito de anécdotas o de algún acontecimiento
remoto, la realidad es que, para él, no dejaba de ser una sombra lejana, un
fantasma del pasado. Kilian, prosiguió la lectura:
Una
primera enseñanza… Perdona, no quiero que me veas como a un profesor al que
resulta fácil menospreciar por aburrido, o por machacar a diario con lo que se
debe y no se debe hacer. Así que procuraré utilizar un tono menos escolar, sin
moralina. Lo que trataba de expresar cuando he comenzado la frase es que, a día
de hoy, lamento mucho no haber dicho a mis seres queridos cuánto los amaba
mientras tuve la oportunidad de hacerlo. También me arrepiento de no haber
empleado el tiempo necesario para explicar a mis hijos cómo eran mis padres, a
qué se dedicaron, de qué manera me influyeron, la importancia que tuvieron en
mi forma de ser y conducirme en la vida. Reconozco que he perdido gran parte de
mi tiempo en nimiedades, ocupándome de cosas triviales y desinteresándome de lo
que realmente es valioso. De hecho, no ha sido hasta hace pocos años cuando he
sido plenamente consciente de que los seres humanos no sabemos ni podemos vivir
solos, que somos limitados, vulnerables, que dependemos de otros, que
necesitamos del cuidado y del amor de las personas.
Aunque
te he prometido hablar de mi familia, de las personas que he amado, antes quiero
dedicar algunos párrafos a la relación que he mantenido contigo, Kilian, estos
meses. Sé que resulta difícil escribir sobre afectos, por lo menos así me
ocurre a mí, y, desde luego, nadie más que yo, puede saber lo que percibí
cuando naciste, ni cuáles han sido mis sentimientos durante estos nueve meses
en los que te he visto crecer. Sucede que algunas cosas que considero
importantes y que quisiera explicarte, como son el cariño, el amor, la
esperanza, el consuelo, la bondad, la dignidad, solo se aprenden con la
experiencia. Las palabras tienen sus límites e, incluso los poetas, que son
quienes más se acercan a aprehender su significado, tienen dificultades para
transferirnos sus emociones de una manera que podamos discernirlas. Por esa
razón, evoco, con las limitaciones propias de un viejo desmañado para la
escritura, el recuerdo del día que naciste. Faltaban pocos días para que
finalizase la primavera cuando tu madre rompió aguas y la llevé en mi coche al
hospital puesto que tu padre estaba trabajando…
En
ese momento, Kilian escuchó a su madre gritar y detuvo la lectura. Con voz desgañitada
le decía que ya era hora de que se levantara. Enrolló los papeles con presteza
y los llevó a su habitación. Los escondió donde sabía que ella nunca miraría y,
con desgana, se encaminó hacia donde provenían aquellos alaridos. Al entrar en
la cocina, vio a sus hermanos discutiendo, a su padre, absorto, mirando su
teléfono móvil con los auriculares pegados a los oídos, y a su madre en pie,
frente a la placa de vitrocerámica, hojeando el último libro de cocina que
había comprado en el quiosco. En cuanto atravesó el umbral de la puerta, percibió
la mirada furibunda de su ama* quien, enojada, le señalaba el hueco de la mesa
donde estaba el tazón de leche, el aceite y las tostadas. Su madre, tras mandar
callar a sus hermanos, le conminó a que se pusiera a estudiar en cuanto hubiese
recogido la mesa, a la vez que le preguntaba, de manera imperativa, si había
ventilado la habitación, recogido la ropa y hecho la cama. Por toda respuesta, Kilian
realizó un gesto abúlico que incendió todavía más el irascible estado de ánimo
de su ama. Mientras desayunaba, Kilian no podía retirar de su pensamiento el
descubrimiento que acababa de hacer. Engulló las tostadas, sorbió la leche rápidamente
y, sigiloso, se dirigió a su dormitorio sin decir una palabra. Se encerró,
girando el pestillo de la puerta y, a continuación, extrajo el escrito del abuelo
del lugar en que lo había ocultado. Se dispuso a seguir leyendo aquellas
cuartillas, no sin antes abrir el libro de historia y el ordenador por si
alguno de sus padres quisiera entrar de improviso para vigilar lo que él
estuviera haciendo.
…A
tu madre le practicaron una cesárea, Kilian, y los recuerdos de lo que había
sucedido a mi familia en el pasado, me atemorizaron. Mi abuela, la madre de mi
padre, murió después del parto de su hija Julia. Se llamaba como tu amatxo*,
Irene, y como habrás supuesto, nunca la llegué a conocer. Tu bisabuelo Joaquín,
mi padre, que es de quien primero voy a hablarte en cuanto acabe esta pequeña
digresión, se quedó huérfano de madre cuando contaba nueve años. No deseo
agobiarte con otros acontecimientos que justificarían ante ti el miedo que
sentí cuando tú viniste al mundo. Solo quiero que sepas que empecé a serenarme
pasadas doce horas de tu nacimiento. Fue entonces cuando un esbozo de alegría
comenzó a gestarse en mi interior, tras convencerme a mí mismo de que tu madre
estaba fuera de peligro. Ya era más tarde de las cinco de la madrugada, cuando
me despedí de ti y de tus padres y me encaminé andando por los arrabales de
acceso al barrio donde vivo. A esas horas, apenas circulaban vehículos y,
conforme me iba alejando del hospital entre ensoñaciones e imágenes
entrecortadas de tu carita, escuché el gorjeo de un jilguero escondido entre
una maraña de hojas y ramas de un arce. No sé por qué, pero imaginé que sus
crías también habrían eclosionado y que, el pequeño pájaro, quería compartir
conmigo su dicha. La primavera llegaba a su fin y las aves cuidaban de su
última nidada. Me sentí muy feliz. De repente, escuché el reclamo de un mirlo alarmando
a su compañera de mi presencia, que enturbiaba el bello trino de aquel
pajarito. Mientras contemplaba cómo emprendía el vuelo la hembra asustada del
receloso tordo, me sentí embriagado por el aroma de las flores del tilo que
ocupaba todo aquel tramo del camino. En ese preciso instante, supe que mi
relación contigo sería tierna, apacible, romántica, perfumada. Comprendí que
tendrías la virtud de calmar el miedo y la ansiedad que me habían corroído los
últimos meses, y que me avivarías con tus risas y tus llantos las últimas
semanas o meses que me restaban de existencia. Más tarde llegó tu primera
sonrisa mientras te cobijaba en mi regazo en el porche de la casa, a la sombra
del sol de agosto. Entonces, no pude contenerme y, de lo más profundo de mí, emergió
una estrepitosa carcajada que, unida al trémulo traqueteo de mi abdomen
mientras yo reía, provocó que se prolongara tu sonrisa complaciente. Nuestros
ojos se encontraron y, sin necesidad de palabras, comprendí que nuestras almas
estarían unidas para siempre y que jamás te sentirías solo. Después lloré de
emoción al ver nacer tus primeros dientes y escuchando tus primeros balbuceos.
Te puedo asegurar que estos meses que he vivido junto a ti han sido
maravillosos, has sido el maná que necesitaba para alimentar de nuevo mi vida,
mi pequeño Kilian.
Lo
primero que acude a mi mente cuando escribo de Joaquín, mi padre, tu bisabuelo,
es que un mundo sin amor es un mundo muerto. Quise a mi aita* con una mezcla de
pena y desconsuelo. Era un hombre de pocas palabras, que siempre trató de
alegrar la vida a las personas de su alrededor. Su orfandad a tan temprana
edad, las penurias y el sufrimiento de la guerra civil en el bando de los
perdedores, la pérdida de su hermano pequeño, Ramón, en el frente de Rusia con
la División Azul, seguro que lo marcaron profundamente. Sin embargo, de su boca,
jamás escuché queja alguna. Tampoco me hizo partícipe más que de contados
recuerdos, donde solo los alegres tenían su hueco… quizás, por ello, apenas
supe de su familia y de su tiempo. A veces me pregunto si tuvo niñez, si
disfrutó entonces con sus amigos, si añoró a su madre, si hablaba con su padre,
si podía dormir por las noches, si los sueños le inquietaban, si se enternecía
mirando la luna o si lloraba por la noche tratando de alcanzar las estrellas.
Siendo
muy joven tomó la decisión de desdramatizar la vida, colorearla, para hacerla
posible de ser vivida. De esa manera, irisó nuestra existencia, dotando a su
mutismo de la mueca inteligente y de la observación perspicaz, capaz de
desencadenar la tonalidad necesaria para sobrevivir. Todo ello a pesar de las
penalidades y de la pobreza que le acompañaron en aquellos años. Más tarde,
próximo a la cincuentena, falleció su hija de accidente, mi hermana María
Eugenia. La muerte de una hija detiene el tiempo y deja todo suspendido en un
vacío desgarrador, la sangre no se coagula y la herida no cicatriza, mi querido
Kilian. Nunca le vi llorar. Es posible que pensara que no tenía derecho a
llorar para no entristecer a los demás. Lo imagino resignado, doliente, solo en
un rincón oscuro del taller o en una esquina de la calle, mirando de soslayo al
horror, sometiendo su aflicción para poder auxiliar cualquier pesar nuestro,
distrayéndonos y haciéndonos reír. Con enorme desconsuelo pienso en todo lo que
tuvo que soportar. ¡Bendito seas, aita!
Se
hizo sastre continuando la estela familiar. Al final de su vida, su profesión
se vio amenazada por el avance de la “confección” y la producción industrial de
trajes, pantalones y chaquetas, contra la que no pudo competir. Como a muchos
artesanos cuyos oficios han desaparecido, los adelantos lo apartaron a un lado,
lo apearon del camino abandonándolo en la cuneta. A pesar de que los recuerdos
de mi niñez se tiñen de nostalgia, crecí feliz en torno al taller de costura de
mi padre antes de que el progreso se cebara con la sastrería. Jugaba rodeado de
maniquíes, telas, hilos, planchas, dedales, alfileteros plagados de agujas y de
alfileres, acompañado del crujido que producían las tijeras al cortar el paño y
del ensordecedor sonido de los engranajes de la máquina de coser. En las cajas,
costureros y cajones siempre encontraba botones, imperdibles, carretes,
canillas y otros útiles de costura que enardecían mi imaginación en el mundo
mágico de mi infancia. Todavía conservo en mi memoria algunos olores que
tapizaban la atmósfera del taller como el del vapor que despedían las chaquetas
que planchaba mi padre, el aroma grasiento que despedían las máquinas de coser
mientras la aguja perforaba la tela con inusitada velocidad ribeteando con hilo
de colores el lateral de la pernera del pantalón o, el hedor mohoso de retales
y de telas pasadas de moda apiladas en algunos de los rincones del pequeño trastero
anexo al taller. En mis correrías hallaba pequeños tesoros, “perras gordas”,
con los que compraba caramelos, y monedas de dos reales que utilizaba para
fabricar pulseras o collares. Otras veces, ya cansado de jugar, me sentaba en
una de las sillitas de costura y, absorto, contemplaba las partículas de polvo
flotando en los últimos rayos de sol de la atardecida. En otras ocasiones, yo observaba
atento cómo mi padre, que era muy fumador, reunía las cajas de cerillas una vez
consumidas para coleccionarlas y las guardaba en los embalajes vacíos que antes
habían albergado corbatas, calcetines o pañuelos. Recuerdo con añoranza
aquellas cajas de cerillas que representaban lances del toreo, caricaturas de
futbolistas, razas de perros, etc.
Había
algo de excepcional en mi padre, algo por lo que siempre lo consideré un hombre
bondadoso y valeroso. Tiene que ver con el abanico tan variado de personajes
estrafalarios que pululaban por el taller de costura. Muchos de ellos
arrastraban profundas taras físicas, mentales o emocionales, y, todos, hallaban
consuelo alrededor de la mesa de trabajo. Narraban sus cuitas y padeceres mientras
mi padre planchaba o cortaba la tela de un traje, mi madre sobrehilaba los
pantalones y mi hermana cosía el dobladillo de un pantalón. Aquel taller de
costura se transformaba en una sala de terapia con recursos que los médicos no
podían dispensar y que, si no sanaba a las personas sumidas en la soledad que
allí acudían, por lo menos aliviaba sus penas y les servía de compañía. También
acudían viejas glorias del deporte. Mi padre había sido un buen futbolista,
aunque nunca se vanagloriaba de ello. Había jugado de lateral derecho y era
famoso por su juego agresivo, por la dureza de sus entradas a los delanteros
del equipo contrario, siempre sin ánimo de lesionarlos. Pero, si verdaderamente
debo explicar por qué fue un héroe para mí, debo hablar de su comportamiento
con aquellos menesterosos que nos visitaban. Mi padre nunca dejó de ayudar a
quien lo necesitase a pesar de vivir en unas condiciones cercanas a la pobreza.
Entre otros, recuerdo a Miguel, uno de los personajes que acudía al taller por
su ración de consuelo, alcohólico, con una severa enfermedad costrosa de la
piel de la cara y de las manos que causaba una gran repugnancia a quienes le frecuentaban,
y a quien mi padre prestaba sus útiles personales de afeitado sin mostrar el
más leve escrúpulo. También a Teodora “txoro”*, enajenada desde que perdiera a
su marido y a una hija, que siempre era bien recibida en el taller a pesar de
su miseria y sus dislates. Mi aita, callado, sin hacer ruido, se hacía
responsable del dolor de los demás. Era un hombre sencillo, humilde, esencialmente bueno. Recuerdo
que esta devoción por la amistad y la compasión solo supe reconocerla y
valorarla varios años después de su muerte. Desgraciadamente, él ya no está y
no puedo agradecerle ni expresarle mi afecto. Mi pequeño Kilian, en ese
microcosmos creció el abuelo al que has hecho enormemente feliz con tu
presencia y a quien no recordarás porque mi tiempo se acaba. Fue el tiempo de
mi niñez y, lo que aprendí de mi familia, permaneció amparado en mi memoria,
aunque reconozco que no siempre tuve la humildad de comprender a mi prójimo, ni
fui capaz de ayudar y consolar a los débiles. Aun sintiéndome culpable por esta
flaqueza de ánimo, puedo asegurarte que sus enseñanzas han constituido una guía
auténtica para conducirme en la vida.
Kilian
comprobó que las siguientes frases le resultaban más difíciles de leer. Parecían
dientes de sierra, habían perdido la horizontalidad. Las letras, temblorosas, inclinadas,
torcidas y fragmentadas, reflejaban que la mano que las escribía había perdido
su firmeza, indicaban que algo le estaba sucediendo al autor de las mismas. No
obstante, se empeñó y, con gran esfuerzo, logró descifrar las últimas frases:
Cuánto
siento no poder acompañarte por más tiempo, Kilian. Esta noche me ha subido la
fiebre y me cuesta respirar. El médico me ha aconsejado ingresar en el
hospital. Intuyo que va a ser la última vez que te vea. No creo que pueda
volver al hogar. Pienso que te he decepcionado por haber empezado este escrito
tan tarde y, sobre todo, siento que he fallado a las personas que quise
profundamente y de las cuales no sabrás por mí cómo eran. Hubiera querido
hablarte de mi madre** y de mi hermana***, así como de otros que no conociste y que
fueron muy importantes en mi vida. La tierra que hoy las cubre las ha borrado
de la historia y de la memoria de los hombres, pero sé que me acompañan en este
trance que pronto voy a pasar y que todos atravesamos en solitario. Desearía
que no te ocurriese como a mí y que nunca olvidases expresar lo que sientes a
las personas que quieres mientras tienes la oportunidad de hacerlo. Y también deseo
que sepas que siempre te acompañaré, que nunca estarás solo aunque no puedas
verme. Un fuerte abrazo de tu aitona.*
Kilian
se preguntó qué habría ocurrido después, si murió o si pudo escribir algo más.
Le pareció cruel no haber sabido apenas nada de su abuelo hasta ese momento,
aunque reconocía que él no se había interesado mucho por aquel señor que
aparecía en la fotografía de la mano de su amoña.* Ahora veía a sus hermanos y
a sus padres de manera distinta. Se acordó de la grave operación a la que había
sido sometido su hermano pequeño hacía escasamente un año y de la honda
preocupación que percibió en sus padres. Entonces, su abuela había ido a cuidar
de él y de su otro hermano a su casa; le pareció que los consejos y las advertencias
que ella le hizo durante aquellas semanas eran simples palabras pronunciadas
por una vieja gruñona. Se arrepintió de su conducta desdeñosa y se propuso
llamarla ese mismo día para pedirle perdón por su actitud. Pensó que, más
adelante, cuando acabase el confinamiento, la visitaría y le pediría que le
contara cosas de su marido, de su abuelo.
Reflexionó
también sobre su comportamiento, que solo podía calificar de egoísta, y su
ceguera ante el sufrimiento de otras personas. Ya no podría mirar con los ojos
de antes a María Lucía, la ecuatoriana, de voz dulce y siempre
risueña, que cuidaba a la anciana perturbada del tercero, ni tampoco al joven
africano que pedía limosna en la entrada del supermercado. Pensó en cuán
diferente había sido la actitud compasiva de su bisabuelo con las personas que
habían perdido la razón y que a él solo le provocaban ataques de risa
incontrolables. Trató de imaginar cómo pudo resistir aquel hombre las
calamidades y desgracias de la guerra civil cuando apenas tendría uno o dos
años más que él ahora. Nunca le había interesado lo más mínimo saber sobre
aquel periodo de la historia de España ni sobre las consecuencias que se
derivaron en millones de personas. A su mente acudían imágenes actuales de
refugiados sirios y de otros países en guerra, con sus hijos pequeños en brazos,
tratando de sobrevivir en condiciones infrahumanas en las fronteras de los
países europeos. Ahora él se encontraba en mejores condiciones para comprender
mejor el significado de la palabra insoportable; tomó conciencia de que era un
auténtico privilegiado dentro de la desgracia que tenía que compartir en este
momento con millones de seres humanos en el mundo; pensó que había cosas por
las que valía la pena sufrir y luchar, que, en cuanto pudiera, abrazaría a la
parte más desvalida y miserable de la humanidad, gracias a la cual podría
salvarse él a sí mismo.
Kilian
se mantuvo en silencio durante la cena y, cuando su padre y sus hermanos
marcharon a la sala a jugar al parchís, se acercó a su madre mientras ésta preparaba
la comida del día siguiente. Le mencionó que había encontrado el escrito del
abuelo y que lo había leído. Sin esperar respuesta alguna, cogió la bolsa de
basura y, antes de bajar a depositarla en la calle, le pidió a su madre que,
cuando volviera, le contara más cosas del abuelo, que deseaba saber más cosas
de él. Antes de salir de la cocina, volvió la vista atrás y observó que una
lágrima furtiva se deslizaba por la mejilla de su ama.
Dedicado
a mi padre y a todos los adolescentes que, como él,
sufrieron
las penalidades de la guerra y de la postguerra en España.
*Expresiones
en euskera: Ama, amatxo: madre. / Aita: padre. / Aitona: abuelo. / Amoña:
abuela. / Txoro: loco/loca. (en euskera no se pone acento gráfico, pero la
acentuación tónica de estas palabras sería “amá” y “aitá”. Ama se pronuncia
“amá· y Aita se pronuncia “aitá” (los vizcaínos pronuncian “áma” y “áita”)
** Ver relato dedicado a mi madre: "La pregunta" en relatoscortosejj
***Ver relato dedicado a mi hermana: "La hermana" en relatoscortosejj
Ilustración: Omar Clavé Correas
** Ver relato dedicado a mi madre: "La pregunta" en relatoscortosejj
***Ver relato dedicado a mi hermana: "La hermana" en relatoscortosejj
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