Ir al contenido principal

Hastío



 

Hastío
Habían pasado diez días desde que el Gobierno hubiera instaurado el estado de alarma. Kilian no sabía ya qué hacer para superar el tremendo aburrimiento que le invadía. Estaba convencido de que, si no enfermaba por el maldito coronavirus, enfermaría de tedio, moriría de hastío. Cuando no estaba durmiendo, se amuermaba pensando en las musarañas, esperando a que llegase cualquiera de las horas que rompía la monotonía del día, aunque solo fuera por unos minutos. Al principio del encierro, se divertía con los amigos gracias a la videoconsola de última generación que le habían regalado en Navidades o leyendo los mensajes de wasap de la cuadrilla; pero, desde hacía un par de días, no hallaba ninguna satisfacción en esos “menesteres” como le gustaba decir a su abuela.
Tenía dos hermanos más pequeños y se había peleado con ellos en varias ocasiones, también con su madre. En cuanto a su padre, procuraba mantenerle lo más lejos posible desde que le hubiera propinado una bofetada. Había discutido con él porque quería salir por la noche con su mejor amigo, Iñigo, aprovechando las horas en las que no hubiera ningún transeúnte en la calle. Estaba cansado de escuchar a sus padres que ellos no eran un caso especial, que todo el mundo se hallaba recluido. Pero saber que el resto del planeta pudiera encontrarse igual que él, no le aliviaba.
Echaba de menos el ir al instituto. No era lo que se dice un joven aplicado, pero allí podía ver a Mirian, la chica que le atraía. Aunque lo trataba con desdén, le había pillado algunas miradas disimuladas y, por ello, alimentaba la esperanza de gustarle también a ella. Sin embargo, a medida que iban transcurriendo los días de encierro, incluso el rostro de su compañera se iba desdibujando de su mente; tenía que acudir a los vídeos y las fotografías que había hecho con su móvil en las últimas semanas antes del encierro, para repasar algunos detalles de su rostro. Pero, bien mirado, pensar en ella solo hacía que aumentara su fastidio, así que procuraba buscar otras cosas en las que entretenerse.
Cada minuto que pasaba, mayor era su desesperación y, por mucho que se esforzara, no descubría nada que pudiera librarle de la desgana. Se sentía harto de todo y de todos. Para colmo de males, las noticias que escuchó por la radio al despertar del undécimo día le desanimaron aún más y, aunque las condiciones del confinamiento no se habían modificado, le parecieron más restrictivas. El panorama era desalentador. Mientras se dirigía al baño para asearse, escuchó un rumor de voces y ruido de vajilla que provenía de la cocina. Pasó por delante de la habitación de sus padres y de la de sus hermanos: se hallaban vacías, supuso que todos ellos estaban desayunando. No sabe cómo sucedió, pero fue entonces cuando halló aquel legajo. Su madre lo habría dejado olvidado en la mesa de la salita mientras ordenaba por enésima vez las habitaciones. Desde que se había decretado el retiro de la población en sus casas, parecía que estaba poseída por una ventolera de organización y limpieza. Quizá quería deshacerse de aquellos papeles, así que, Kilian, no se lo pensó mucho y comenzó a husmear en ellos. No era la primera vez que se había encontrado con la desagradable sorpresa de que su madre le había tirado cartas, folios, cuadernos, que significaban mucho para él, y no deseaba que ocurriese algo semejante si él podía impedirlo.
Eran unos cuantos folios sujetos por un fino cordel sobre los que ya habían llovido algunos años. Se esmeró al desatarlo para evitar que se rompiesen los papeles. Observó que estaban escritos a boli y se sorprendió de que la primera frase estuviera dirigida a él:Para Kilian”. No reconocía la letra de la persona que lo había escrito, así que se puso a buscar alguna firma o algo que pudiera identificarla, pero en un primer vistazo, rápido y superficial, no vio nada que pudiera ayudarle a fijar su autoría. Aunque se había prometido que no iba a leer nada durante la cuarentena, enojado por lo que le parecía un castigo cruel e inmerecido, la verdad era que no tenía nada mejor que hacer y le había picado la curiosidad de saber quién y qué le había escrito.
Debajo del títuloPara Kilian, aparecía el subtítulo: “A modo de preámbulo”
Quiero contarte la verdad de las cosas, Kilian. Hacía tiempo que había dejado de preguntar a mi yo más profundo si mi vida había servido de algo, si mi existencia había tenido algún sentido en este largo viaje hacia la muerte que ahora siento tan corto. Tras abandonar los dulces del amor, el ardor de la pasión, la ilusión de los proyectos, el temblor contagioso del placer y de la diversión, solo vivía del pasado y en el pasado. Me espantaba la posibilidad de convertirme en un despojo, de sentirme privado de mi propia humanidad. Ya solo temía un mañana inmóvil, como el de los viejos desaliñados en los asilos con la cabeza colgando, mirando el suelo sin ver y con la saliva corriendo por la comisura de la boca. Me sentía abatido y desdichado porque aún me quedaba demasiado tiempo para sufrir y muy poco para amar.
Pero, desde el mismo instante en que tú naciste, poseo un hilo de esperanza que me vuelve a sujetar a una vida plena. Veo tu carita, observo tus movimientos, me deleito con tu sonrisa, me preocupo por tu llanto, querido Kilian, y quiero visitarte en el futuro a través de estas líneas. Ahora que me siento mayor, que mi cuerpo me abandona, que me he convertido en un anciano desvalido, valetudinario, …
Kilian estuvo a punto de dejar la lectura pues la persona que había escrito aquello utilizaba un lenguaje que le parecía viejo y difícil. Sin embargo, lo pensó mejor: disponía de tiempo y de los recursos necesarios -internet- para descifrar las palabras cuyo significado pudiese resistirse. Así que prosiguió leyendo.
…deseo transmitirte algunas de las cosas que me han enseñado a sobrellevar cuanto de miserable y sórdido he encontrado en la vida, y a reconocer la belleza de la misma a pesar de los pesares. Como les sucede a todos los niños de tu edad, no recordarás nada del poco tiempo que hemos vivido juntos. Tienes ahora tan solo nueve meses y estoy convencido de que ha sido tu existencia la que me ha proporcionado la fuerza que necesitaba para alargar mi vida durante este periodo. Pero todo tiene su fin, no puedo perder el tiempo en circunloquios ni demorar el dejar por escrito lo que hubiera deseado decirte a medida que hubieran transcurrido los años. Sé que no me queda mucho tiempo, debo apresurarme. De hecho, unos meses antes de que tú nacieras, creía que me había llegado la hora, que debía dejarme morir y que, ahora, yo ya debería estar criando malvas.
Como puedes observar, me voy rápidamente por las ramas y no me resulta fácil concretar ni resumir. Siempre he sido así y ya es tarde para enmendarme. Además, soy consciente de que a lo largo de mi vida he cambiado en varias ocasiones mi manera de pensar; las cosas que valoro ahora son otras, distintas a las de hace unos años, y, presumiblemente, estas mismas se modificarían en el caso de que pudiera acompañarte en tu crecimiento. Es por ello, que procuraré escribir sobre lo que apenas muda en la vida, como es el cariño y el amor de la familia, y el eco que despierta su recuerdo en mi memoria.
Kilian dedujo por fin que se trataba de su abuelo, del padre de su madre. La única referencia que de él tenía, era la imagen de una fotografía que había visto en el aparador de la salita de casa de su abuela. Se llamaba Eduardo y, aunque había oído su nombre en diversas ocasiones a propósito de anécdotas o de algún acontecimiento remoto, la realidad es que, para él, no dejaba de ser una sombra lejana, un fantasma del pasado. Kilian, prosiguió la lectura:
Una primera enseñanza… Perdona, no quiero que me veas como a un profesor al que resulta fácil menospreciar por aburrido, o por machacar a diario con lo que se debe y no se debe hacer. Así que procuraré utilizar un tono menos escolar, sin moralina. Lo que trataba de expresar cuando he comenzado la frase es que, a día de hoy, lamento mucho no haber dicho a mis seres queridos cuánto los amaba mientras tuve la oportunidad de hacerlo. También me arrepiento de no haber empleado el tiempo necesario para explicar a mis hijos cómo eran mis padres, a qué se dedicaron, de qué manera me influyeron, la importancia que tuvieron en mi forma de ser y conducirme en la vida. Reconozco que he perdido gran parte de mi tiempo en nimiedades, ocupándome de cosas triviales y desinteresándome de lo que realmente es valioso. De hecho, no ha sido hasta hace pocos años cuando he sido plenamente consciente de que los seres humanos no sabemos ni podemos vivir solos, que somos limitados, vulnerables, que dependemos de otros, que necesitamos del cuidado y del amor de las personas.
Aunque te he prometido hablar de mi familia, de las personas que he amado, antes quiero dedicar algunos párrafos a la relación que he mantenido contigo, Kilian, estos meses. Sé que resulta difícil escribir sobre afectos, por lo menos así me ocurre a mí, y, desde luego, nadie más que yo, puede saber lo que percibí cuando naciste, ni cuáles han sido mis sentimientos durante estos nueve meses en los que te he visto crecer. Sucede que algunas cosas que considero importantes y que quisiera explicarte, como son el cariño, el amor, la esperanza, el consuelo, la bondad, la dignidad, solo se aprenden con la experiencia. Las palabras tienen sus límites e, incluso los poetas, que son quienes más se acercan a aprehender su significado, tienen dificultades para transferirnos sus emociones de una manera que podamos discernirlas. Por esa razón, evoco, con las limitaciones propias de un viejo desmañado para la escritura, el recuerdo del día que naciste. Faltaban pocos días para que finalizase la primavera cuando tu madre rompió aguas y la llevé en mi coche al hospital puesto que tu padre estaba trabajando…
En ese momento, Kilian escuchó a su madre gritar y detuvo la lectura. Con voz desgañitada le decía que ya era hora de que se levantara. Enrolló los papeles con presteza y los llevó a su habitación. Los escondió donde sabía que ella nunca miraría y, con desgana, se encaminó hacia donde provenían aquellos alaridos. Al entrar en la cocina, vio a sus hermanos discutiendo, a su padre, absorto, mirando su teléfono móvil con los auriculares pegados a los oídos, y a su madre en pie, frente a la placa de vitrocerámica, hojeando el último libro de cocina que había comprado en el quiosco. En cuanto atravesó el umbral de la puerta, percibió la mirada furibunda de su ama* quien, enojada, le señalaba el hueco de la mesa donde estaba el tazón de leche, el aceite y las tostadas. Su madre, tras mandar callar a sus hermanos, le conminó a que se pusiera a estudiar en cuanto hubiese recogido la mesa, a la vez que le preguntaba, de manera imperativa, si había ventilado la habitación, recogido la ropa y hecho la cama. Por toda respuesta, Kilian realizó un gesto abúlico que incendió todavía más el irascible estado de ánimo de su ama. Mientras desayunaba, Kilian no podía retirar de su pensamiento el descubrimiento que acababa de hacer. Engulló las tostadas, sorbió la leche rápidamente y, sigiloso, se dirigió a su dormitorio sin decir una palabra. Se encerró, girando el pestillo de la puerta y, a continuación, extrajo el escrito del abuelo del lugar en que lo había ocultado. Se dispuso a seguir leyendo aquellas cuartillas, no sin antes abrir el libro de historia y el ordenador por si alguno de sus padres quisiera entrar de improviso para vigilar lo que él estuviera haciendo.
…A tu madre le practicaron una cesárea, Kilian, y los recuerdos de lo que había sucedido a mi familia en el pasado, me atemorizaron. Mi abuela, la madre de mi padre, murió después del parto de su hija Julia. Se llamaba como tu amatxo*, Irene, y como habrás supuesto, nunca la llegué a conocer. Tu bisabuelo Joaquín, mi padre, que es de quien primero voy a hablarte en cuanto acabe esta pequeña digresión, se quedó huérfano de madre cuando contaba nueve años. No deseo agobiarte con otros acontecimientos que justificarían ante ti el miedo que sentí cuando tú viniste al mundo. Solo quiero que sepas que empecé a serenarme pasadas doce horas de tu nacimiento. Fue entonces cuando un esbozo de alegría comenzó a gestarse en mi interior, tras convencerme a mí mismo de que tu madre estaba fuera de peligro. Ya era más tarde de las cinco de la madrugada, cuando me despedí de ti y de tus padres y me encaminé andando por los arrabales de acceso al barrio donde vivo. A esas horas, apenas circulaban vehículos y, conforme me iba alejando del hospital entre ensoñaciones e imágenes entrecortadas de tu carita, escuché el gorjeo de un jilguero escondido entre una maraña de hojas y ramas de un arce. No sé por qué, pero imaginé que sus crías también habrían eclosionado y que, el pequeño pájaro, quería compartir conmigo su dicha. La primavera llegaba a su fin y las aves cuidaban de su última nidada. Me sentí muy feliz. De repente, escuché el reclamo de un mirlo alarmando a su compañera de mi presencia, que enturbiaba el bello trino de aquel pajarito. Mientras contemplaba cómo emprendía el vuelo la hembra asustada del receloso tordo, me sentí embriagado por el aroma de las flores del tilo que ocupaba todo aquel tramo del camino. En ese preciso instante, supe que mi relación contigo sería tierna, apacible, romántica, perfumada. Comprendí que tendrías la virtud de calmar el miedo y la ansiedad que me habían corroído los últimos meses, y que me avivarías con tus risas y tus llantos las últimas semanas o meses que me restaban de existencia. Más tarde llegó tu primera sonrisa mientras te cobijaba en mi regazo en el porche de la casa, a la sombra del sol de agosto. Entonces, no pude contenerme y, de lo más profundo de mí, emergió una estrepitosa carcajada que, unida al trémulo traqueteo de mi abdomen mientras yo reía, provocó que se prolongara tu sonrisa complaciente. Nuestros ojos se encontraron y, sin necesidad de palabras, comprendí que nuestras almas estarían unidas para siempre y que jamás te sentirías solo. Después lloré de emoción al ver nacer tus primeros dientes y escuchando tus primeros balbuceos. Te puedo asegurar que estos meses que he vivido junto a ti han sido maravillosos, has sido el maná que necesitaba para alimentar de nuevo mi vida, mi pequeño Kilian.
Lo primero que acude a mi mente cuando escribo de Joaquín, mi padre, tu bisabuelo, es que un mundo sin amor es un mundo muerto. Quise a mi aita* con una mezcla de pena y desconsuelo. Era un hombre de pocas palabras, que siempre trató de alegrar la vida a las personas de su alrededor. Su orfandad a tan temprana edad, las penurias y el sufrimiento de la guerra civil en el bando de los perdedores, la pérdida de su hermano pequeño, Ramón, en el frente de Rusia con la División Azul, seguro que lo marcaron profundamente. Sin embargo, de su boca, jamás escuché queja alguna. Tampoco me hizo partícipe más que de contados recuerdos, donde solo los alegres tenían su hueco… quizás, por ello, apenas supe de su familia y de su tiempo. A veces me pregunto si tuvo niñez, si disfrutó entonces con sus amigos, si añoró a su madre, si hablaba con su padre, si podía dormir por las noches, si los sueños le inquietaban, si se enternecía mirando la luna o si lloraba por la noche tratando de alcanzar las estrellas.
Siendo muy joven tomó la decisión de desdramatizar la vida, colorearla, para hacerla posible de ser vivida. De esa manera, irisó nuestra existencia, dotando a su mutismo de la mueca inteligente y de la observación perspicaz, capaz de desencadenar la tonalidad necesaria para sobrevivir. Todo ello a pesar de las penalidades y de la pobreza que le acompañaron en aquellos años. Más tarde, próximo a la cincuentena, falleció su hija de accidente, mi hermana María Eugenia. La muerte de una hija detiene el tiempo y deja todo suspendido en un vacío desgarrador, la sangre no se coagula y la herida no cicatriza, mi querido Kilian. Nunca le vi llorar. Es posible que pensara que no tenía derecho a llorar para no entristecer a los demás. Lo imagino resignado, doliente, solo en un rincón oscuro del taller o en una esquina de la calle, mirando de soslayo al horror, sometiendo su aflicción para poder auxiliar cualquier pesar nuestro, distrayéndonos y haciéndonos reír. Con enorme desconsuelo pienso en todo lo que tuvo que soportar. ¡Bendito seas, aita!
Se hizo sastre continuando la estela familiar. Al final de su vida, su profesión se vio amenazada por el avance de la “confección” y la producción industrial de trajes, pantalones y chaquetas, contra la que no pudo competir. Como a muchos artesanos cuyos oficios han desaparecido, los adelantos lo apartaron a un lado, lo apearon del camino abandonándolo en la cuneta. A pesar de que los recuerdos de mi niñez se tiñen de nostalgia, crecí feliz en torno al taller de costura de mi padre antes de que el progreso se cebara con la sastrería. Jugaba rodeado de maniquíes, telas, hilos, planchas, dedales, alfileteros plagados de agujas y de alfileres, acompañado del crujido que producían las tijeras al cortar el paño y del ensordecedor sonido de los engranajes de la máquina de coser. En las cajas, costureros y cajones siempre encontraba botones, imperdibles, carretes, canillas y otros útiles de costura que enardecían mi imaginación en el mundo mágico de mi infancia. Todavía conservo en mi memoria algunos olores que tapizaban la atmósfera del taller como el del vapor que despedían las chaquetas que planchaba mi padre, el aroma grasiento que despedían las máquinas de coser mientras la aguja perforaba la tela con inusitada velocidad ribeteando con hilo de colores el lateral de la pernera del pantalón o, el hedor mohoso de retales y de telas pasadas de moda apiladas en algunos de los rincones del pequeño trastero anexo al taller. En mis correrías hallaba pequeños tesoros, “perras gordas”, con los que compraba caramelos, y monedas de dos reales que utilizaba para fabricar pulseras o collares. Otras veces, ya cansado de jugar, me sentaba en una de las sillitas de costura y, absorto, contemplaba las partículas de polvo flotando en los últimos rayos de sol de la atardecida. En otras ocasiones, yo observaba atento cómo mi padre, que era muy fumador, reunía las cajas de cerillas una vez consumidas para coleccionarlas y las guardaba en los embalajes vacíos que antes habían albergado corbatas, calcetines o pañuelos. Recuerdo con añoranza aquellas cajas de cerillas que representaban lances del toreo, caricaturas de futbolistas, razas de perros, etc.
Había algo de excepcional en mi padre, algo por lo que siempre lo consideré un hombre bondadoso y valeroso. Tiene que ver con el abanico tan variado de personajes estrafalarios que pululaban por el taller de costura. Muchos de ellos arrastraban profundas taras físicas, mentales o emocionales, y, todos, hallaban consuelo alrededor de la mesa de trabajo. Narraban sus cuitas y padeceres mientras mi padre planchaba o cortaba la tela de un traje, mi madre sobrehilaba los pantalones y mi hermana cosía el dobladillo de un pantalón. Aquel taller de costura se transformaba en una sala de terapia con recursos que los médicos no podían dispensar y que, si no sanaba a las personas sumidas en la soledad que allí acudían, por lo menos aliviaba sus penas y les servía de compañía. También acudían viejas glorias del deporte. Mi padre había sido un buen futbolista, aunque nunca se vanagloriaba de ello. Había jugado de lateral derecho y era famoso por su juego agresivo, por la dureza de sus entradas a los delanteros del equipo contrario, siempre sin ánimo de lesionarlos. Pero, si verdaderamente debo explicar por qué fue un héroe para mí, debo hablar de su comportamiento con aquellos menesterosos que nos visitaban. Mi padre nunca dejó de ayudar a quien lo necesitase a pesar de vivir en unas condiciones cercanas a la pobreza. Entre otros, recuerdo a Miguel, uno de los personajes que acudía al taller por su ración de consuelo, alcohólico, con una severa enfermedad costrosa de la piel de la cara y de las manos que causaba una gran repugnancia a quienes le frecuentaban, y a quien mi padre prestaba sus útiles personales de afeitado sin mostrar el más leve escrúpulo. También a Teodora “txoro”*, enajenada desde que perdiera a su marido y a una hija, que siempre era bien recibida en el taller a pesar de su miseria y sus dislates. Mi aita, callado, sin hacer ruido, se hacía responsable del dolor de los demás. Era un hombre sencillo, humilde, esencialmente bueno. Recuerdo que esta devoción por la amistad y la compasión solo supe reconocerla y valorarla varios años después de su muerte. Desgraciadamente, él ya no está y no puedo agradecerle ni expresarle mi afecto. Mi pequeño Kilian, en ese microcosmos creció el abuelo al que has hecho enormemente feliz con tu presencia y a quien no recordarás porque mi tiempo se acaba. Fue el tiempo de mi niñez y, lo que aprendí de mi familia, permaneció amparado en mi memoria, aunque reconozco que no siempre tuve la humildad de comprender a mi prójimo, ni fui capaz de ayudar y consolar a los débiles. Aun sintiéndome culpable por esta flaqueza de ánimo, puedo asegurarte que sus enseñanzas han constituido una guía auténtica para conducirme en la vida.
Kilian comprobó que las siguientes frases le resultaban más difíciles de leer. Parecían dientes de sierra, habían perdido la horizontalidad. Las letras, temblorosas, inclinadas, torcidas y fragmentadas, reflejaban que la mano que las escribía había perdido su firmeza, indicaban que algo le estaba sucediendo al autor de las mismas. No obstante, se empeñó y, con gran esfuerzo, logró descifrar las últimas frases:
Cuánto siento no poder acompañarte por más tiempo, Kilian. Esta noche me ha subido la fiebre y me cuesta respirar. El médico me ha aconsejado ingresar en el hospital. Intuyo que va a ser la última vez que te vea. No creo que pueda volver al hogar. Pienso que te he decepcionado por haber empezado este escrito tan tarde y, sobre todo, siento que he fallado a las personas que quise profundamente y de las cuales no sabrás por mí cómo eran. Hubiera querido hablarte de mi madre** y de mi hermana***, así como de otros que no conociste y que fueron muy importantes en mi vida. La tierra que hoy las cubre las ha borrado de la historia y de la memoria de los hombres, pero sé que me acompañan en este trance que pronto voy a pasar y que todos atravesamos en solitario. Desearía que no te ocurriese como a mí y que nunca olvidases expresar lo que sientes a las personas que quieres mientras tienes la oportunidad de hacerlo. Y también deseo que sepas que siempre te acompañaré, que nunca estarás solo aunque no puedas verme. Un fuerte abrazo de tu aitona.*
Kilian se preguntó qué habría ocurrido después, si murió o si pudo escribir algo más. Le pareció cruel no haber sabido apenas nada de su abuelo hasta ese momento, aunque reconocía que él no se había interesado mucho por aquel señor que aparecía en la fotografía de la mano de su amoña.* Ahora veía a sus hermanos y a sus padres de manera distinta. Se acordó de la grave operación a la que había sido sometido su hermano pequeño hacía escasamente un año y de la honda preocupación que percibió en sus padres. Entonces, su abuela había ido a cuidar de él y de su otro hermano a su casa; le pareció que los consejos y las advertencias que ella le hizo durante aquellas semanas eran simples palabras pronunciadas por una vieja gruñona. Se arrepintió de su conducta desdeñosa y se propuso llamarla ese mismo día para pedirle perdón por su actitud. Pensó que, más adelante, cuando acabase el confinamiento, la visitaría y le pediría que le contara cosas de su marido, de su abuelo.
Reflexionó también sobre su comportamiento, que solo podía calificar de egoísta, y su ceguera ante el sufrimiento de otras personas. Ya no podría mirar con los ojos de antes a María Lucía, la ecuatoriana, de voz dulce y siempre risueña, que cuidaba a la anciana perturbada del tercero, ni tampoco al joven africano que pedía limosna en la entrada del supermercado. Pensó en cuán diferente había sido la actitud compasiva de su bisabuelo con las personas que habían perdido la razón y que a él solo le provocaban ataques de risa incontrolables. Trató de imaginar cómo pudo resistir aquel hombre las calamidades y desgracias de la guerra civil cuando apenas tendría uno o dos años más que él ahora. Nunca le había interesado lo más mínimo saber sobre aquel periodo de la historia de España ni sobre las consecuencias que se derivaron en millones de personas. A su mente acudían imágenes actuales de refugiados sirios y de otros países en guerra, con sus hijos pequeños en brazos, tratando de sobrevivir en condiciones infrahumanas en las fronteras de los países europeos. Ahora él se encontraba en mejores condiciones para comprender mejor el significado de la palabra insoportable; tomó conciencia de que era un auténtico privilegiado dentro de la desgracia que tenía que compartir en este momento con millones de seres humanos en el mundo; pensó que había cosas por las que valía la pena sufrir y luchar, que, en cuanto pudiera, abrazaría a la parte más desvalida y miserable de la humanidad, gracias a la cual podría salvarse él a sí mismo.
Kilian se mantuvo en silencio durante la cena y, cuando su padre y sus hermanos marcharon a la sala a jugar al parchís, se acercó a su madre mientras ésta preparaba la comida del día siguiente. Le mencionó que había encontrado el escrito del abuelo y que lo había leído. Sin esperar respuesta alguna, cogió la bolsa de basura y, antes de bajar a depositarla en la calle, le pidió a su madre que, cuando volviera, le contara más cosas del abuelo, que deseaba saber más cosas de él. Antes de salir de la cocina, volvió la vista atrás y observó que una lágrima furtiva se deslizaba por la mejilla de su ama.
Dedicado a mi padre y a todos los adolescentes que, como él,
sufrieron las penalidades de la guerra y de la postguerra en España.
*Expresiones en euskera: Ama, amatxo: madre. / Aita: padre. / Aitona: abuelo. / Amoña: abuela. / Txoro: loco/loca. (en euskera no se pone acento gráfico, pero la acentuación tónica de estas palabras sería “amá” y “aitá”. Ama se pronuncia “amá· y Aita se pronuncia “aitá” (los vizcaínos pronuncian “áma” y “áita”)

** Ver relato dedicado a mi madre: "La pregunta" en relatoscortosejj
***Ver relato dedicado a mi hermana: "La hermana" en relatoscortosejj


Ilustración: Omar Clavé Correas

Comentarios

Entradas populares de este blog

Entrevista Colegio de Médicos

    Qué significa / ha significado para ti ser médico/a Desde la infancia he sido sensible al sufrimiento ajeno. De niño escuchaba con verdadera atención los comentarios que hacía mi madre acerca de las enfermedades en la familia o en la vecindad. Y de niño siempre asociaba enfermedad con sufrimiento. También, desde que tengo recuerdos, me he preguntado sobre las causas de mi propio sufrimiento, y si habría alguna forma de aliviarlo. En mi imaginación siempre surgía la figura del médico como persona capaz de aliviar este sufrimiento.   ¿Por qué elegiste esta profesión? Creo que elegí ser médico tratando de encontrar alguna solución al sufrimiento. Estudiar medicina, ser médico, era una respuesta natural a esta inquietud.   3.                  ¿Qué recuerdos destacas de cuando empezaste a ejercer?        Son varios los que destacaría -     El tem...

Retales de un día de verano

  Retales de un día de verano He soñado, que soñaba tu muerte –mi niño–. Como no podía soportar la visión de tu caminar errante en la oscuridad que te hallabas, me colgaba de la rama de un árbol con una soga al cuello; mi afán era estar contigo, velar tus pasos. Después, despertaba dentro del sueño; descubría que yo era el muerto y que, tú, llorabas asustado. He sentido alivio al abrir los ojos. Afuera soplaba una brisa agradable; he dejado que se ventilara el interior de la casa. Me has llamado mientras preparaba el desayuno y he ido a tu encuentro. Estabas sentado sobre la cama y, al verme, has extendido tus brazos. Yo, con la zozobra todavía metida en el cuerpo, te he tomado entre los míos. Luego se me ha ocurrido llevarte de paseo por el monte, aunque no estaba seguro de que fuese una buena idea. Me preguntaba si no debería ser más prudente, pues tu caminar todavía es frágil y yo ya soy viejo. No quería que nada malo te sucediera. Sin embargo, no parabas quieto –mi ...

El gatito que lloraba como un bebé

El gatito que lloraba como un bebé Desconozco la razón por la que mi madre lo trajo a casa. Es posible que se debiera a que unas semanas antes había muerto Dick, mi perro. Cuando lo adopté –a Dick lo recogí en la calle– tenía la costumbre de ladrar y perseguir a los vehículos que veía pasar; y en una de esas una camioneta lo atropelló. Hasta que aquel perro se cruzó en mi vida, yo era un chico timorato objeto de burlas de mis compañeros de colegio. La presencia de Dick –cuya lealtad y camaradería eran inimaginables para un tipo como yo– me hizo sentir que la vida podía ser diferente, incluso bella. Por eso su muerte fue un auténtico mazazo para mí. Era, además, la primera vez que sentía el vacío que deja un ser querido al morir y me encerraba a llorar en la soledad de mi habitación. Y ahora que lo pienso es posible que, esa aversión al sufrimiento y a la muerte que entonces sentía, fuera una de las razones por las que decidí estudiar medicina. Tampoco sé los motivos por los que m...

LA TUMBA DEL CAMINO

Del pueblo partía una estrecha y empinada senda que llegaba hasta un pequeño promontorio, próximo a la Peña de San Esteban, donde se ubicaba un viejo pajar de dos plantas de pequeñas dimensiones. Desde allí se divisaban las espectaculares Peñas de Tobía, a cuyo amparo se cobija el pueblo del que reciben su nombre, Tobía . El suelo del pajar era de tierra y en otra época se había usado como corral. Todavía conservaba un enorme portón por donde se podía adivinar que entraban las ovejas. En el alto se almacenaba la paja y tenía un acceso independiente que colindaba con una era. Unos tablones de madera separaban ambas estancias. El estado del pajar era ruinoso y algunas zonas amenazaban con derrumbarse en cualquier momento. El lugar reunía las condiciones ideales para cualquier urbanita que, como yo, desease escapar del desasosiego y de la tensión que se sufre en la ciudad. Paseando por la era se podía fantasear con algunas de las labores del campo. Tras la cosecha, los campesin...

Camino de la escuela

      Camino de la escuela Me despierto con ganas de orinar, me levanto para ir al baño; mientras vacío la vejiga pienso en que ya hace mucho tiempo que no soy capaz de permanecer más de cinco horas seguidas en la cama. Miro el reloj, todavía es temprano. Me dirijo a la cocina, dejo que el agua se caliente en el microondas, luego le añadiré una cucharadita de té negro; entretanto abro la ventana y miro al exterior: todavía está oscuro, no llueve, no hace frio, aunque estamos en invierno se podría decir que es un día casi primaveral. En fin, cosas del cambio climático… según dicen. Escucho las noticias en la radio y dejo que pase el tiempo antes de ir a la casa de mi hija; tengo que recoger a mi nieto para acompañarle a la escuela. El pequeño ya está preparado cuando llego, pero se resiste a salir, prefiere quedarse en su cuarto con los juguetes. Finalmente, logro convencerle.   Vamos cogidos de la mano hacia el bus urbano que nos acercará al centro escola...

1 y 2 de noviembre

  1 y 2 de noviembre Recibí el influjo de la Iglesia Católica en la infancia; la idea del pecado y del remordimiento, la creencia en lugares como el purgatorio o el infierno configuraron mi carácter, aunque todavía no supiera distinguir el bien del mal. Fue una labor realizada a conciencia, cocinada a fuego lento, capaz de influir en el devenir de mi vida a pesar de las mudas que pudieran acontecer en mis convicciones. El sentimiento religioso que se generó propició que algunas fechas del calendario cobraran una gran importancia para mí. A día de hoy, solo el día de Todos los Santos y la Conmemoración de los Fieles Difuntos -1 y 2 de noviembre- han conservado un lugar destacado en mi corazón. Hace más de una década que falleció mi ama tras padecer, durante diez años, una demencia que fue borrando su memoria. Cuando ella murió quise olvidar los estragos causados por su dolencia, intentaba protegerme del dolor manteniendo los buenos recuerdos que tenía de ella. Sin embargo, la me...
    ADIOSES Tomás observó fijamente los ojos de Carmen, la oncóloga. Ella, rehuyendo su mirada, le informó que el tratamiento experimental al que se había sometido no había dado el resultado esperado, el cáncer se había extendido. Lo cierto era que él ya lo sospechaba, puesto que, cada día que pasaba, se iba encontrando peor. Tras un breve periodo de silencio, le preguntó cuánto tiempo de vida le quedaba. Unos meses, quizás un año…, le respondió. A continuación, Carmen le indicó que iba a hacer una interconsulta a la unidad de cuidados paliativos; también le extendió una receta de ansiolíticos. Se levantó de la silla cuando finalizó la consulta y, con el semblante sereno, se despidió de la especialista que le había atendido en el último año. Sus dudas se habían disipado, tenía claro lo que debía hacer a partir de ese momento. Al llegar a su domicilio, se dirigió al estudio, extrajo unos folios del cajón y comenzó a escribir a su amigo… Hola Juan Carlos: La pasad...

Claroscuro

Aquel día, acudí temprano a trabajar. Saludé a las enfermeras del turno de noche y me dirigí al despacho. Encendí el ordenador y quise saber cómo se encontraba Andoni. Comprobé que, al igual que las anteriores, había sido una mala noche. El médico de guardia y la enfermera habían procurado aliviar el malestar del chico, que parecía haberse tranquilizado a última hora. Cuando me dirigí a su habitación estaba amaneciendo y apenas se distinguía algo del interior de la estancia. La claridad del cielo comenzaba a filtrarse por las persianas y una suave línea de luz atravesaba el umbral de la puerta. Una sombra, que se confundía con los muebles, fue tomando forma humana de una manera apenas perceptible y se fue aproximando a un pequeño bulto que sobresalía del interior de las sábanas. Una voz melodiosa tarareaba una nana intercalando algunas palabras como en susurros. A medida que mi vista fue haciéndose al claroscuro, pude apreciar que unas manos acariciaban con ternura la...

Soliloquios otoñales

  SOLILOQUIOS OTOÑALES Suenan lejanos los trinos de unos pájaros, son como notas sueltas que en el aire se desvanecen. Los árboles están desnudos y las veredas se cubren de hojas secas y frutos marchitos. Huele a moho, a humedad, a podredumbre. Acabó el tiempo de recolección. Ahora, es tiempo de hacer balance, de revisar las pérdidas, de pensar en el invierno. Sin embargo, lejos de emprender ese camino, huyo de cualquier valoración, me entretengo con la banalidad de lo cotidiano, tomando un té a deshoras, remendando un bolsillo rasgado del pantalón, contemplando el hervor del agua donde se cuece una patata, trampeando el desasosiego. Más tarde, cuando la luz se oculta, vuelve el acoso del tiempo, inexorable, puntual, inflexible. El espejo me devuelve una imagen familiar, pero deformada, transformada: el cabello ralo y canoso, el rostro arrugado, las mejillas flácidas, el rictus depresivo de la boca, algunas cicatrices. Cavilo en la noche, insomne. Miro a través de la oscuridad...

El día resplandece

 EL DÍA RESPLANDECE Katia amaneció angustiada; su cuerpo, su pijama, hasta las sábanas estaban empapadas de sudor. En otras ocasiones, en que ella se despertaba desazonada, soñaba que algo desconocido la perseguía. Recorría el pasadizo del interior de una cueva que se iba estrechando cada vez más y se arrastraba por el suelo de la galería quedándose atorada en la más absoluta oscuridad. Después sentía una presencia cercana a sus pies y el aire no podía entrar en sus pulmones, entonces se despertaba. Tras abrir los ojos, suspiraba profundamente al reconocer los rincones de su habitación y se arropaba con el edredón, hasta que volvía a dormirse. Como había escuchado a alguien o leído en algún libro, compartía la idea de que el dolor del día se traducía en los sueños, repitiéndose una y otra vez la misma escena. Esta vez no recordaba qué había soñado, pero debía de ser una pesadilla diferente, pues los minutos se sucedían y permanecía insomne. El desvelo se nutría de pensamie...