Mientras se desperezaba, pensó en lo mucho
que le había cambiado la vida. Cinco años antes había fallecido su esposa víctima
de una larga enfermedad y su único hijo vivía con su pareja en otro país,
esperaba su primer vástago. Tantos años cuidando a su mujer habían minado su
espíritu, se sentía desfondado. Los días le parecían muy largos, eternos. La confusión
fue adueñándose de él y, como no deseaba ser una carga para nadie, creyó que lo
mejor que podía hacer era desaparecer. Estaba convencido de que la lejanía y el
nacimiento de la criatura mitigaría el dolor que pudiera sentir su hijo, así
que se encerró en su casa y se dispuso a esperar la muerte. Sin embargo, la
vida no es como uno prevé; le tenía reservada todavía alguna sorpresa. El parto
se complicó y murió su nuera a las pocas horas de nacer Iván, su nieto. Martín
se sintió sobrecogido por la desgracia y, sumido en una honda tristeza, la idea
del suicidio rondó su cabeza. Pero antes de que madurase tan letal pensamiento,
su hijo, el padre del pequeño, regresó y se quedó a vivir con él en su casa, en
el pueblo. En todo este tiempo, no había logrado borrar de su mente la desconsolada
imagen de su hijo al cruzar el umbral de la casa con Iván en sus brazos
envuelto en una manta. La presencia del niño alumbró aquel hogar inmerso en la
oscuridad, impidió que Martín se enfangara en la tragedia, recobró el vigor y
la esperanza, y se entregó en cuerpo y alma al cuidado de aquel pequeño ser.
Martín se duchó y se asomó a la ventana
para comprobar el tiempo que hacía fuera. Le pareció que el día era templado y que
Iván no necesitaría ropa de abrigo, pero temía equivocarse. Estaba seguro de
que su esposa no habría tenido ningún problema en elegir lo que debía vestir el
pequeño, pero ella ya no estaba. Se dispuso a preparar el desayuno del niño y
llevarlo a la ikastola*. Después
de calentar la leche, se dirigió al cuarto del chico para despertarlo. La
estancia parecía una leonera. Se acercó a su cama sorteando un rimero de ropa y
juguetes, y, acariciándole el rostro con ternura, le susurró unas palabras al
oído. El chiquito, aún con los ojos semicerrados, asió la mano de su abuelo y,
juntos, se encaminaron hacia la cocina. Al acabar el desayuno, el peque se
dirigió al baño remoloneando acompañado de su aitona*, todavía necesitaba que lo guiasen durante el aseo. Después
de cepillarse los dientes, el crío humedeció sus manitas con el agua del grifo y
se las llevó al rostro. Al igual que otros días, Martín tuvo que insistirle
varias veces para que se las llevara también a los oídos. Tras secarse la cara
con un paño, el abuelo le indicó que se dirigiera a su habitación mientras él
recogía el baño. Cuando fue a su encuentro, el niño tan solo se había quitado el
pijama. Le ayudó a vestirse, le ató los cordones de las deportivas y le echó un
último vistazo. Se sintió satisfecho, tenía un aspecto curioso. Las madres del
resto de los chavales que acudían a la ikastola con Iván, no se compadecerían
de ellos dos.
Apenas
hubieron salido del domicilio, el pequeño le espetó:
-
Aitona,
¿por qué te hiciste médico?
Martín
dudó unos instantes y, sin mucho convencimiento, le dijo:
-
Porque
quería curar a las personas que se habían puesto malitas.
Salieron
a la calle y, afortunadamente, antes de que Iván siguiera con el interrogatorio,
se encontraron con un amigo de su gela*
y empezaron a hablar de sus cosas. Martín suspiró y se quedó pensativo; la
verdad es que nunca esperaba las preguntas que le hacía aquel mocoso, le cogían
desprevenido. Pero se dio cuenta de que jamás se había parado a pensar seriamente
en las razones que le habían llevado a estudiar la carrera de medicina, sentía
que le había picado la curiosidad y presintió que pasaría todo el día dándole
vueltas a la cuestión que le había planteado aquel monicaco; barruntaba que debería
escarbar en su pasado, retroceder a su juventud e incluso a su infancia, para
hallar los auténticos motivos de su decisión.
Martín
abandonó por un instante sus pensamientos al llegar a la puerta de la escuela. Dobló
su cintura para besar a su nieto y, mientras éste le estampaba un ruidoso beso
en la mejilla, observó horrorizado que una enorme y verdosa vela asomaba por
uno de los orificios de su nariz. El niño se restregó la fosa nasal con la
manga de la sudadera antes de que su abuelo pudiera limpiársela con un pañuelo
y se marchó corriendo con su amigo al interior del patio. Una vez más había
fracasado en su intento de llevar al niño arreglado.
Mientras
se dirigía a realizar las compras del día, Martín revivió su propia infancia. Sus
recuerdos estaban ligados a la casa donde había nacido. Era una vieja
construcción cuyo portal daba paso a una estancia húmeda que despedía un fuerte
olor a vino rancio proveniente de una vinatería anexa. Los propietarios del
negocio, vecinos del inmueble, accedían al establecimiento por una puerta
situada en el interior del portal. Al fondo, un portalón daba paso a una
estancia lóbrega y oscura donde se apilaban algunos toneles y barricas. Los
clientes accedían al local por el exterior del edificio provistos de botellas y
garrafones que llenaban de vino a granel. Cerca del portalón nacía una escalera
con quince peldaños hasta alcanzar un descansillo. Martín rememoraba todo como
si lo estuviera viendo en ese momento; de niño se sabía de memoria cada
centímetro de los escalones, conocía los recovecos de cada piso e, incluso,
merced a su olfato, podía distinguir, por el olor que desprendían, a los
miembros de cada una de las familias que moraban aquellas viviendas sin
necesidad de verlos. Y, sin pretenderlo, fue repasando como en una película
antigua las personas con las que convivía, con sus respectivas circunstancias
de vida.
Pensando
en su niñez, se encontró de repente con la imagen de una mujer joven y
atractiva. Martín se emocionó al reconocer la figura de su madre Dorita; hacía
mucho tiempo que no pensaba en su amatxo*.
Se había detenido en el rellano del final de la escalera y le decía al pequeño
Martín que se diese prisa. El niño, que no atendía al requerimiento de su madre,
contemplaba fascinado los peldaños desde el portal sin atreverse a subirlos de
dos en dos. Luego presenció cómo su madre se detenía en el primer piso y
llamaba a la puerta de Margari, la vecina. La mujer hacía pocos meses que se
había quedado viuda al cuidado de cuatro hijos y Dorita se preocupaba por las
dificultades que pudiera sufrir su vecina, no quería que se sintiera sola.
En
el piso de enfrente de Margari, no vivía nadie. Habían sido las oficinas de una
pequeña empresa que había quebrado y, desde el exterior, se apreciaba el
deterioro causado por el abandono. Entre el primero y
el segundo piso había un ventanuco a través del cual se accedía a la tejavana
de un pequeño cobertizo abandonado, anexo a las oficinas. Desde su cubierta se podía entrar al interior del piso donde vivía Martín por la
ventana del baño y, siendo muy niño, soñaba con deslizarse a través de ella y explorar,
gateando por aquella techumbre, cualquier grieta que le permitiera atisbar su
interior. Sin embargo, su arrojo se veía frenado por la presencia de ratas
enormes, de manera que solo se aventuraba con su imaginación.
Decenas
de imágenes del pasado se agolpaban en la cabeza de Martín y una amplia sonrisa
se instaló en su cara. Reparó de nuevo en Dorita, su ama*, que le relataba crónicas de la vida, mientras se afanaba haciendo
la comida en la cocina de casa. Admiraba su vitalidad, su alegría, la capacidad
que tenía de contarle hechos dramáticos sin que él sintiera el menor temor o
preocupación. De esa manera supo, siendo él muy niño, que el marido de Margari
había muerto de cáncer de pulmón y se sintió conmovido por la orfandad de
aquellos chicos que habían perdido a su padre a una edad tan temprana. Martín
tomó conciencia de que el comportamiento de su madre había sido el germen de
que en él naciesen los sentimientos de compasión y de solidaridad.
Otras
veces, era el propio Martín el que percibía los padecimientos de algunos de los
moradores del edificio. Cuando necesitaban en casa algo de sal o un poco de
azúcar, subía al tercero, al piso de la vieja Paulina. Martín aporreaba la
puerta con los nudillos de su mano y tenía que esperar un buen rato hasta que
se abría la puerta. Luego, contemplaba su lento desplazamiento por el pasillo
de la casa apoyando sus manos en el peinazo superior del respaldo de la silla.
En la cocina siempre estaba Demetrio, su marido. Era un hombre silencioso, con
la boina calada y la piel del rostro engurruñida por años de trabajo a la
intemperie; apoyaba el mentón sobre una cachava y de la comisura de la boca
colgaba una colilla amarillenta con la ceniza siempre a punto de caerse. Su
presencia le sobrecogía, el anciano permanecía callado y con la mirada perdida,
parecía esperar la muerte. El pequeño Martín sabía de la preocupación de su
madre por el sufrimiento del viejo que se pasaba las noches despierto
ahogándose con la tos. Ahora, pasados tantos años, se sorprendía del recuerdo
tan nítido que tenía del rostro de aquel hombre, a pesar de que le vio solo en contadas ocasiones antes de que él
muriera.
Mientras
Martín preparaba la comida de Iván, rememoró el énfasis que ponía su madre
cuando le explicaba alguna dolencia que había sufrido tal o cual vecino, como
la que padecía Laura. Siendo esta mujer todavía joven, fue diagnosticada de una
enfermedad de Addison, mal cuyo nombre intrigaba al pequeño Martín. Dorita
decía de ella que era la “mujer eterna”
del refrán*, que varios de los vecinos que se habían compadecido de ella
creyendo que iba a morir pronto, yacían en el camposanto desde hacía muchos
años. De hecho, Laura vivió durante mucho tiempo y era ya vieja cuando murió.
A
medida que los recuerdos de los distintos achaques de la vecindad le invadían, Martín
tomaba conciencia de que el conocimiento que de ellos tenía estaba relacionado
con las narraciones de su madre. Ella le contaba con todo lujo de detalles los
síntomas y los padecimientos de sus vecinos o de su propia familia, así como
los recursos que empleaba para algunos males, como los emplastos para dolores
de garganta o el aceite templado para los oídos. Años más tarde, al cursar los
estudios en la facultad de Medicina, los nombres de algunas de las enfermedades
que escuchaba en boca de sus profesores se representaban en su mente con las
imágenes de personas concretas: la angina de pecho de su abuelo Joaquín, la
nefritis de su hermana Eugenia, la meningitis de su primo Iñaki, el aborto de
su tía Remedios, el delirium tremens de su tío Indalecio, el colon irritable de
su primo Pedro, los tremendos habones causados por las picaduras de chinches
que él mismo había padecido, etc. Se asombraba de cómo su madre, que apenas
había ido a la escuela, podía aproximarse tanto, y de una manera tan intuitiva,
al conocimiento de la fisiopatología de cada uno de aquellos procesos. Pero,
sobre todo, lo que más le maravillaba, era la empatía y la compasión no
impostada con la que su madre se acercaba a cada uno de los dolientes de
aquellos padecimientos. Ahora, que habían pasado ya tantos años, se sentía
sorprendido de la enorme influencia que la personalidad de su ama había tenido en su decisión de
hacerse médico.
Su
madre también había sabido transmitirle otros sentimientos como los causados
por el duelo al morir dos de sus hermanos. Narraba cómo había visto morir a su
hermano mayor, enfermo de tuberculosis pulmonar, desangrándose con una
hemoptisis severa. También le había contado cómo su hermana pequeña había
fallecido víctima de un accidente de tren, mientras caminaba por el andén de la
estación. Más adelante, cuando Martín alcanzó la adolescencia, para protegerle
de algunas adicciones, dejaba deslizar, como quien no quería la cosa, el idilio
de algunas personas con el alcohol para combatir el pesar y la tristeza. Ya
convertido en un médico, Dorita le confesaría cómo su propia madre descendió a
los infiernos durante unos meses tratando de combatir el sufrimiento producido por
la muerte de sus dos hijos. Le expresaba el dolor que sentía al ver a su madre
ebria y, aunque comprendía que las personas desesperadas bebiesen vino en un
tiempo en el que no existían los antidepresivos ni los ansiolíticos, ella lo
aborrecía intensamente; prefería buscar el consuelo de la religión y el alivio
que le proporcionaban las plegarias que dirigía a Dios y a la Virgen María. Fue
entonces cuando Martín descubrió que la infinita rabia que sentía su madre por
el alcohol tenía su origen en las nefastas consecuencias que ella había vivido
en su propio hogar.
A
Martín se le hacía tarde y se acercó con paso rápido a la ikastola. Divisó a
Iván en una patulea de niños jugando en el patio de la escuela. El bullicio era
ensordecedor y le costó que su nieto se percatase de su presencia. Cuando lo
hizo, Iván se aproximó corriendo alegre y desenfadado y se encaramó a su cuello
abrazándole. Por el camino le contó las peripecias de la mañana, lo que le
había hecho mengano o le había dicho zutano. Después de comer, el chico se
quedó adormilado en el sofá y, mientras recogía la cocina, Martín se entregó de
nuevo a su pasado. Sabía que los recuerdos no eran siempre lo que parecían, que
las emociones los coloreaban. Los relatos de su madre, sus crónicas de la
vecindad y de la familia, plenos de sensibilidad, emoción y ternura, se habían
convertido en vivencias íntimas. Su amatxo
siempre había sido un modelo de entereza ante las adversidades, enfrentaba la
vida con valentía y nunca se olvidaba de las penurias del prójimo,
proporcionándole lo que estuviera en su mano y pudiese necesitar. Con su
ejemplo le había enseñado a mostrarse sensible con el sufrimiento y el
padecimiento de las personas, a dedicar palabras de ánimo y consuelo en su
desdicha, a mantener una sonrisa tranquilizadora cuando lo necesitaban y a alegrarse
cuando la gente mejoraba. Martín comprendió que había sido ella con su ternura,
sus besos y abrazos, sus palabras, sus ideas y sus valores, quien había propiciado
su educación emocional y sentimental; era el modelo sobre el que había construido
su carácter y había sido la principal motivación para que él hubiera ejercido
la medicina de una manera solidaria y compasiva.
Se
sintió profundamente conmovido con el recuerdo de su ama y no pudo por menos que apenarse por su nieto. Lamentó que
jamás pudiera conocer a su propia madre, recordar su aroma, recibir sus besos,
sentir sus abrazos, que nunca tuviera la oportunidad de emocionarse con ella, y
se propuso paliar, en la medida de lo posible, esta tremenda desgracia, proporcionándole
todo el amor del que era capaz.
Entonces
se acercó al pequeño y lo abrazó con fuerza.
Iván
se despertó y le dijo sonriendo:
-
¡No
me aplastes, aitona!
Dedicado a mi madre, Teodora Arruabarrena Irastorza
Autor, Eduardo Clavé Arruabarrena
Ilustración, Omar Clavé Correas
Dedicado a mi madre, Teodora Arruabarrena Irastorza
Autor, Eduardo Clavé Arruabarrena
Ilustración, Omar Clavé Correas
En
euskera: *Ikastola: escuela, * gela: clase, aula, *Aitona: abuelo, *Amatxo: madre, *ama: madre.
*Refrán:
“Mujer enferma, mujer eterna”.
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