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De paseo por el monte


De paseo por el monte

Amanece un día espléndido. Decenas de aviones revolotean alrededor de la casa. Los primeros rayos del sol templan el cuerpo de estas aves y les inyecta la energía precisa para buscarse el sustento. Observo maravillado sus rápidos movimientos a través del ventanal. Abro el portón de la casa y una brisa fresca me acaricia el rostro cuando salgo al porche. Junto a la valla que rodea la era contemplo a otros pájaros más perezosos que se entretienen antes de iniciar el vuelo. Al notar mi presencia, emprenden la huida. Un abejorro tempranero visita las flores del espliego que tenemos plantado en un pequeño huerto. Pronto se llenará de abejas, mariposas y otros insectos ansiosos de libar el néctar de sus flores. Ayer mismo, en la sobremesa, mientras conversábamos para evitar el sesteo tras haber dado cuenta de una suculenta comida, un familiar me ayudó a identificar a un insecto habitual de nuestro jardín: la esfinge colibrí. Es una especie que dispone de una trompa que desenrolla desde su boca; recibe el nombre de colibrí por la semejanza en el vuelo y la forma de alimentarse con dicho pájaro. Cualquier aprendizaje, por insignificante que parezca, me produce un auténtico deleite.
Es verano y la época del año predispone a la alegría y el optimismo. Sin embargo, un velo de tristeza cubre mis pensamientos. Unos días antes de mi jubilación fallecía Alberto Piérola, médico internista como yo. Sabía que estaba enfermo desde hacía tiempo, pero seguía trabajando y sobrellevaba su enfermedad con tal discreción y dignidad que yo no había sospechado su empeoramiento. Su muerte se suma a la de otros profesionales con quienes compartí alegrías, penalidades y desvelos atendiendo a los enfermos en el hospital. Sus distintos temperamentos se hicieron familiares con los años y, de una manera apenas perceptible, pasaron a formar parte de mí. Si sumo el recuerdo de algunos pacientes con los que establecí especiales vínculos afectivos, ha llegado un momento de mi vida en el que los ausentes forman una parte importante de mi ser.
Alberto Piérola era navarro. Tenía un peculiar sentido del humor. Creo que era un melómano. Me guío por las breves piezas musicales que intercambiábamos por el teléfono móvil. Fue un buen compañero y me proporcionó su consejo o su colaboración siempre que se la solicité. En Pamplona se celebró su funeral y, allí, supe de su firme creencia religiosa. Después de tantos años trabajando juntos, tomé conciencia de que desconocía casi todo de él. A decir verdad, no me resultó extraño no saber que era un hombre religioso ya que los asuntos privados no suelen abordarse en la jornada laboral; y en las pocas ocasiones en que se celebran reuniones o comidas de trabajo no se dan las condiciones para profundizar en el conocimiento personal. Por otra parte, Alberto era más joven que yo y tanto las edades de sus hijos como las aficiones y amistades personales que ambos teníamos pertenecían a diferentes ambientes y distintas generaciones.
Durante la celebración de la misa, observé con detenimiento a su esposa y a sus hijos. Les vi serenos. Los padres de Alberto estaban sentados en la bancada del otro lado. Las palabras pronunciadas por el sacerdote y por una amiga de la familia hicieron un énfasis especial en la fe. Como otras veces que he acudido a estos ritos litúrgicos, repasé la época en la que comencé a dudar de la existencia de Dios. Siendo todavía un niño, me sobrecogió la tristeza que embargaba a mi familia al morir mi abuelo. Más tarde, en mi adolescencia, percibí toda la fiereza de la muerte cuando falleció mi hermana. No podía comprender por qué morían las personas que yo amaba. Me preguntaba por qué Dios, un ser misericordioso y de bondad infinita, permitía que mis seres queridos desaparecieran para siempre.
La muerte ha sido una compañera inseparable durante el periodo en el que he ejercido la medicina y nunca he podido sustraerme del sufrimiento que causa a su alrededor. Levantarme al alba, desayunar, prepararme, escuchar las noticias en la radio, salir de casa, tomar el bus, vestir la ropa del hospital, leer la evolución de los pacientes, la visita médica, hacer algún comentario frívolo con las compañeras de trabajo, compartir la preocupación del prójimo… hasta desistir y huir del sufrimiento ajeno. Así ha sido la rutina diaria durante más de cuarenta años y eso me ha conformado como la persona que soy. Al volver la vista atrás, siento que cientos de fantasmas jalonan mi vida. A veces, les echo de menos. Mi biografía, como la de muchas personas que tienen la fortuna de alcanzar mi edad, se va tejiendo de ausencias. Como soy un hombre de talante taciturno, comprendo que algunos que se relacionan conmigo tengan de mí la idea de que soy una persona triste. Sin embargo, no la comparto. El amor ha sido, y es, una parte fundamental en mi vida; cada día disfruto de pequeñas cosas y sigo teniendo un enorme interés por aprender. A pesar de los pesares, creo que la vida es bella.
Tomo el bastón y me encamino por una de las veredas que nacen del pueblo sumido en mis pensamientos. La primera mitad del año ha sido meteorológicamente atípica, con abundantes lluvias. En algunas zonas, las ramas de los árboles y de los arbustos han crecido de tal manera que impiden la visión más allá de unas pocas decenas de metros. Las zarzas y los matorrales invaden las sendas y dificultan el paso. Hace varias semanas que las vacas y las ovejas han subido al monte, y han dejado sin desbrozar los aledaños del pueblo. Me acompaña Sagu, el perrito de mi hijo. En cuanto llegamos a terrenos más despejados corre arriba y abajo, husmea en los bordes del camino, deja su orín en un matorral; a veces, se detiene ante la corteza desgastada de un árbol sobre la que se ha restregado alguna bestia y pasa un buen rato tratando de desentrañar a qué animal pertenece el olor que desprende. Come algunas hierbas y, en cuanto encuentra una charca, sorbe el agua con fruición. Cuando llega a lo alto de una loma, se detiene para otear el horizonte. Luego, mira hacia atrás para asegurarse de que le sigo. Algunas veces, se aproxima y, dichoso, menea el rabo. Entonces, se yergue sobre sus patas traseras y se apoya en mis piernas esperando mis caricias. No parece que pueda existir un ser más feliz sobre la faz de la tierra. Me pregunto si el precio de la razón es que contiene el germen de la infelicidad. Los budistas creen que el apego a uno mismo o a las cosas de este mundo es la principal causa de sufrimiento. Sostienen que deberíamos obrar siempre de todo corazón con los demás y no solo para cosechar los frutos que nuestra labor pueda dar. Estos ideales no son exclusivos de esta doctrina. Tienen su semejanza con otras religiones, como la cristiana, e, incluso, con los propósitos de solidaridad y de justicia de las sociedades utópicas. Sin embargo, a pesar de los millones de personas que son fervientes seguidoras de estas creencias e ideologías, el desconcierto y la ausencia de compasión se manifiestan de diversas maneras en el mundo; cada día me duele reconocer que contemplemos, sin apenas inmutarnos, el sufrimiento y la muerte de miles de congéneres. Entiendo que haya personas que se pregunten si la existencia no es un gran absurdo.
El aroma de la madreselva me desvía por un momento de mis elucubraciones; mirando el prado que se asoma ante mí, me extasío contemplando la belleza del brezo en flor. Mas rápidamente se rompe el hechizo. Decenas de moscas baten sus alas en torno a mi cabeza emitiendo un molesto zumbido. No se detienen succionando las gotas de sudor que perlan mi frente, sino que ansían el sabor de la fina capa que humedece la córnea de mis ojos. No me queda más remedio que arrancar algunas ramas de helecho para ahuyentarlas abanicándome con ellas. También Sagu se para un momento y, con su pata trasera, se rasca con fuerza. Las pulgas o las garrapatas son comensales a los que no hemos invitado, pero suelen buscar acomodo en nuestros cuerpos. Más tarde, cuando regresemos al hogar, haremos un meticuloso repaso con el fin de expulsar a semejantes villanas.
Proseguimos el camino hasta adentrarnos en un hayedo a cuya sombra vivo una sensación placentera. Descubro rastros de jabalíes producidos con sus hocicos al escarbar la tierra en busca de raíces o lombrices y, al contemplar estas hozaduras, se aviva el recuerdo del par de ocasiones en que he visto a unos jabatos acompañados de su madre, la jabalina, por el bosque. No son los únicos animales que pueblan estos montes a los que he podido observar. He avistado ardillas, mochuelos, corzos, incluso zorros, pero de una manera tan fugaz que bien pudieran parecer imaginaciones mías. Pasamos cerca de un abrevadero y me detengo a observar el agua cristalina que fluye sin cesar. La existencia de abundantes bostas cerca del bebedero me avisa de la presencia de caballos. También observo rastros de otras alimañas en las cercanías. Todo un paraíso de aromas que amedrentan al perrito, quien, con las orejas enhiestas, se acerca a mi vera con su rabo bajo las patas, manteniéndose alerta ante el más leve rumor.
Salimos del hayedo, pero seguimos protegidos del sol por el robledal que se abre ante nosotros. Descubro algunos corrales derruidos mientras caminamos. Son los restos de antiguas edificaciones tradicionales, hoy en desuso. Las labores ganaderas, tal y como se practicaban hace apenas unos años, se han transformado, pero las ruinas conservan el encanto de un tiempo ya pasado. El murmullo del agua me avisa de que el riachuelo está cerca y el aire se llena de melodías y trinos de las distintas aves que pueblan sus proximidades. Observo a un verdecillo, que no se ha percatado de nuestra presencia, posado en la rama de un arce y me reafirmo en la convicción de que en la naturaleza se hallan todos los elementos que me proporcionan una serena felicidad; que las pequeñas cosas que se encuentran a mi alrededor constituyen un verdadero ansiolítico para las tribulaciones de mi alma.
Pese a la belleza que me rodea, sé que la naturaleza tiene sus propios ciclos, que después del verano vendrá el otoño y, más tarde, el invierno, y vislumbro la oscuridad de mi propio declive. Cuando pienso en Alberto, y en otros compañeros que le han precedido en el camino que todos recorreremos algún día, constato la fragilidad y la vulnerabilidad del ser humano. Me gusta creer que, mientras los mantenga en la memoria, seguirán estando vivos y que podré retrasar su muerte hasta que me alcance la mía. Sin embargo, soy consciente de que algunos de sus rostros se van desdibujando con el paso del tiempo y me cuesta recordar cómo era el timbre de sus voces o los comentarios que hicieron en determinados momentos. Todo se va difuminando y, dentro de algunos años, los recuerdos se habrán transformado, pues la memoria es traicionera y los modela tal y como ella quiere. Como siempre que cavilo sobre estas cuestiones, me surgen preguntas para las que no encuentro respuesta y, a veces, siento una extraña sensación de desamparo.
Al atardecer, mientras escribo estas líneas, repaso el whatsapp en el móvil y leo las noticias que me envía un compañero del hospital con quien he ido labrando una buena amistad a lo largo de estos años. Conocedor de los lugares por los que transita mi espíritu, me envía una viñeta que muestra a Charly y Snoopy sentados y de espaldas. En uno de los bocadillos que nace de la figura de Charly aparece una frase dirigida a Snoopy en un tono que invita a la reflexión: “Un día nos vamos a morir, Snoopy”. Y éste le responde: “Cierto Charly, pero los otros días no”. Una amplia sonrisa se instala en mi cara y siento que esta atinada reflexión elimina el dramatismo de algunos de los sombríos pensamientos que me han acompañado durante el día.
Por la noche, me recuesto en una hamaca a tomar el fresco. A mi mente acuden buenos recuerdos de mis compañeros ausentes y me siento afortunado de haber podido compartir mi vida con ellos. De alguna forma, pienso que su ausencia es temporal y que siguen viviendo en mí, y que, quizá, algún día, nos volveremos a ver. Alguna estrella fugaz cruza el firmamento e, igual que si fuera un niño, pido algún deseo con la vana ilusión de que pueda cumplirse.
El sueño me invade y, a tientas, tratando de evitar el desvelo de mi familia, alcanzo el dormitorio y me acuesto. Pase lo que pase, mañana amanecerá un nuevo día.
En Tobía, agosto de 2018
Eduardo Clavé Arruabarrena

A mis compañeros de profesión fallecidos: Marijose Gorostiaga, Ángel Diago, Alberto Piérola, Juan Aycart, Eduardo Nafría, Fernando Lavado, Miguel Ángel Villameriel, Fernando Neira, Ángel Llamas, Eduardo De La Puente, Javier Etura, Fermín Gorostiaga, Roberto Goikoetxea, Miguel Echenique,…

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