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Pablo


PABLO
Marijose y Natxo
A veces, percibo un cálido aliento en mi nuca y noto cómo mi espíritu se desvanece ante un mundo fascinante e incomprensible, pero más bello y auténtico, así me lo parece, que el mundo real. En esos momentos, presiento que la esencia de algunas personas, vivas o muertas, trasciende la realidad, pero pasan algunos días o semanas hasta que alcanzo plena conciencia de ello. En este mundo, que se pretende científico y en el que se considera veraz tan solo aquello que se puede ver o demostrar, fácilmente se nos tacha, a los que así sentimos, de fantasiosos, cuando no de embaucadores.
Hace unos meses, Marijose, enfermera del servicio de Hospitalización a Domicilio, me habló de un adolescente a quien acababa de atender en su casa. Tanto mi cómplice como Natxo, el médico que la acompañaba en las visitas domiciliarias, estaban profundamente conmovidos por este muchacho que padecía una terrible enfermedad. Sus padres les contaron que había sido un bebé diferente a los demás; no había llegado a gatear y se demoró varios meses en dar sus primeros pasos. Cuando pudo ponerse en pie, advirtieron que caminaba de una manera extraña; se desplomaba al suelo sin que le diera tiempo a protegerse con las manos. La pediatra les recomendó hacer un análisis para descartar algunas enfermedades que podían causar aquellos síntomas, pero prefirieron esperar a realizar las pruebas más adelante. Fue al cumplir los tres años de edad, cuando Pablo fue diagnosticado de un mal incurable y progresivo. Ahora, contaba dieciocho años de edad.
Marijose me decía que el corazón de Pablo se había debilitado mucho en los últimos meses y se fatigaba. Su madre estaba muy preocupada porque, además del resuello, había perdido el apetito y sufría un deterioro imparable, a pesar de las medicinas que se le administraban y de disponer de un aparato de ventilación que le ayudaba a respirar. Cuando le visitaban en su domicilio, Pablo les iba señalando los pormenores de su delicada situación con un tono de voz muy bajo. Una mascarilla, que le proveía de oxígeno, ocultaba parcialmente su rostro, destacando aún más sus expresivos ojos azules. Al finalizar la valoración médica y de enfermería de cada día, dedicaban algunos minutos a hablar de asuntos relevantes para el joven como los juegos de ordenador o la pasión que sentía al escuchar la música. El flujo de calidez y de simpatía que se fue generando entre Pablo, su madre y ellos dos, les aportaba la energía que necesitaban para compartir aquellos momentos tan duros, pero insustituibles y maravillosos. Fueron semanas de intensa dedicación en las que los dos expertos sanitarios se fueron despojando de su indumentaria profesional, mostrándose en su desnudez más humana. De una manera natural, el facultativo soñó que acudiría con su joven paciente a escuchar su música favorita e imaginó que se acercaría con él a cualquiera de los conciertos programados esa temporada. Un halo de esperanza cubría con un velo a la muerte que acechaba sin atender las peticiones de clemencia…
A medida que yo iba conociendo los pormenores de aquella relación, sentía un soplo de amor que me acariciaba, una ola creciente de simpatía y de buenos sentimientos hacia aquel chico y su familia. Mi deseo de conocerles solo se veía frenado por el pudor y las convenciones sociales. Me preguntaba quién era yo para inmiscuirme en el sufrimiento de aquella familia; mi presencia, ¿no sería tomada como una intromisión en el trabajo de mis compañeros? Dejé que el tiempo fluyera y, lamentablemente, no pude conocer personalmente a Pablo.

Felipe y Cristina
Tengo el firme convencimiento de que todas las vidas se merecen el máximo respeto. Algunas parecen plácidas y amenas, otras son de una dureza sobrecogedora, pero todas poseen algo especial que nos enseña y nos transforma. En toda una vida dedicada a la medicina, he aprendido que el dolor tiene muchos rostros, que se presenta de muy diversas maneras y que, a pesar de su cotidianeidad, nunca llega uno a acostumbrarse del todo cuando lo contempla. Reconozco también que no resulta fácil distinguir los matices que permitan explicarlo y transmitirlo a los demás. El diccionario se queda huérfano de vocablos capaces de expresar el dolor por la muerte de un hijo o de una esposa, o de otros derivados de la enfermedad o la pérdida de un amor y, a veces, solo nos queda llorar, buscar cobijo en el regazo de una persona amiga o recluirnos en la soledad. Opino que muchas de las páginas más bellas de la literatura universal han nacido de la experiencia de sufrimiento del ser humano.
Cuando supe que el último aliento de Pablo vagaba por el universo, sentí que mi deseo de conocer a Felipe y Cristina, sus padres, se había transformado en una imperiosa necesidad. Al mismo tiempo, advertí el temor de adentrarme en un territorio desconocido y sagrado; sentí, también, el miedo de que cada palabra y cada recuerdo que hiciera renacer con mis preguntas y con mi presencia, ciñera aún más la pesada corona de espinas que soportaban sus padres y que el sufrimiento acabara arrasándolo todo.
Habían pasado casi cuatro meses desde que Pablo hubiera emprendido su viaje sin retorno, cuando me reuní con sus padres en una cafetería. No parecía el lugar idóneo para expresar emociones; sin embargo, la intensidad de nuestros sentimientos generó una poderosa burbuja protectora alrededor nuestro. A estos encuentros, se sucedieron algunos más, y, poco a poco, pude intuir una mínima parte del sufrimiento que los aitás de Pablo habían sobrellevado durante tantos años. Pero también pude vislumbrar la existencia de una rendija, de una puerta entreabierta a la esperanza: Pablo nos había dejado la experiencia de su vida y su enfermedad señalando un camino que debería servirnos para mejorar la atención de otros jóvenes como él.
La primera vez que escuché a Cristina, se señalaba con el brazo su propio vientre buscando palabras imposibles que revelaran el terrible desgarro que sentía desde la muerte de Pablo. El hilo que los había unido en la concepción no se había roto al nacer y, ahora, la parca, sin la menor compasión, se lo había arrancado de cuajo, extirpando al hijo de sus entrañas. Sus ojos le dolían, estaban casi secos de tanto llorar, hasta el aire que respiraba la abrasaba por dentro. Ninguna plegaria aliviaría su alma herida. Trataba de consolarse queriendo discernir la luz que irradiaba su hijo en las noches estrelladas. El resto del tiempo, todo era penumbra.
Felipe expresaba su amor en silencio, un amor sin condiciones. Durante años, había sacado fuerzas de flaqueza y el ánimo necesario para proporcionarle a Pablo todo el calor que requería. Junto a Cristina, había construido un universo de amor para su hijo. Ambos, habían decidido vivir con intensidad cada minuto de la vida de su tierno vástago, recorrer su infancia con la convicción plena de que le quedaba poco tiempo de disfrutar, de conocer, de jugar, de amar. Dedicarían su existencia a gozar con él del mar y la naturaleza, entre visita y visita médica; a cuidar y acariciar su cuerpo, acompañarle en sus estudios y sentirse orgullosos de su inteligencia. Entonces, no tenían tiempo de llorar por la futura pérdida de un ser único e, incluso, durante algún tiempo, mantuvieron la esperanza de que la medicina lograse algún avance que permitiera frenar, o tal vez curar, la enfermedad.
Cuando me reunía con ellos, percibía el halo de tristeza que les rodeaba y, al volver a casa, meditaba sobre la dureza que les había supuesto el convivir con el sufrimiento de su propio hijo y con la impotencia de saber que nunca habían podido absorber parte de su dolor; también sentía como propio el abatimiento que les causaba su ausencia y lo difícil que resultaba rumiar semejante pesar; no podía por menos de lamentar que tantas personas jamás le hubieran conocido y que, como yo mismo, no hubiesen podido apreciar la belleza de un alma como la de Pablo; no podía por menos de comprender el dolor de Felipe y Cristina: ¡Cómo había podido el Señor permitir tamaño sufrimiento!

Pablo
Mi jubilación está cercana y, en pocos días, me iré despidiendo de algunos enfermos de la consulta. El pesar de cientos de rostros acude a mi mente mientras trituro informes e historiales médicos que se han ido acumulando en estos cuarenta años de profesión. Empaquetando algunos libros que me llevaré a casa, no puedo evitar que el recuerdo de tantos seres que he atendido, apreciado y querido a lo largo de mi vida, se entremezclen con las conversaciones que he mantenido con los aitás de Pablo a lo largo de las últimas semanas.
A medida que, Cristina y Felipe, me iban confiando su dolor, la imagen de Pablo se iba haciendo más traslúcida. Retrocedí dieciocho años atrás e imaginé a un niño sonriente en brazos de su madre henchida de gozo. La contemplé inclinando su rostro sobre la tripita del bebé estampándole un sonoro beso arrancando una alegre carcajada en el niño. Su marido acababa de volver del trabajo y, con sus brazos, rodeaba la cintura de su esposa observando aquella escena de amor. Él posó sus labios en la nuca de su esposa y dejó que acabase de ponerle el pañal. Luego, levantó a su hijo en brazos y lo miró sonriente. Sintieron que la felicidad no podía ser más completa, pero, sin motivo aparente, una leve inquietud atravesó como un rayo sus almas causándole un cierto desasosiego…
Lo que al principio pareció una ligera neblina, luego fueron densos nubarrones. Pablo tardaba mucho en soltarse a caminar y, cuando por fin lo hizo, golpeaba, al caerse, la tierra con tal violencia que su rostro se cubría de chichones morados y, a veces, se teñía de sangre. Las pediatras se convirtieron en una compañía cada vez más habitual. Por un momento, me esfuerzo en imaginar cómo se sintieron sus padres cuando comenzaron a temer por el amor de sus vidas y empiezo a comprenderles. Pero me horroriza pensar en el aciago día en que la palabra “Duchenne” golpeó sus oídos; me siento desfallecer, incapaz de acompañarles en su sufrimiento. ¡Qué terrible me resulta la idea de que un hijo mío viviera con una terrible enfermedad de por vida y que, probablemente, falleciera antes que yo! Aunque también me resulta pesaroso imaginar que yo estuviera en trance de morir y dejase a mi hijo desvalido sabiendo que ya no podría contar con todo mi apoyo y mi cariño.
Sin embargo, me siento muy cercano al amor que Felipe y Cristina dispensaban a su hijo. Entiendo que la sonrisa y la alegría de Pablo podían con cualquier obstáculo y alcanzo a comprender el coraje de sus aitás al contemplar aquella criatura tan hermosa. Además, puedo suponer que mi firmeza -también mi dolor- aumentaría cada día que pasaba al comprobar que las virtudes de aquel pequeño ser no hacían más que medrar. Cristina me dice que su hijo tenía un carácter afable y se relacionaba con facilidad con personas de distintas edades. Disfrutaba de las comidas y tenía un espléndido sentido del humor. Que era ingenioso, noble, agradable, inteligente, educado, galante y sensible. Sus palabras, me hacen concebir a un Pablo respetuoso con sus amigos, agradecido de sus cuidadoras, ávido de conocimientos en la escuela y con proyectos de futuro; me hablan del precioso mundo de colores que Pablo apreciaba: el sol, la lluvia, las nubes, el viento, el aroma de las flores, la frescura de los árboles en el verano, la perfumada brisa del mar, las melodías, el trino de los pájaros, las caricias, … todo le invitaba a ser feliz.
Deduzco que, en la escuela, descubrió sentimientos maravillosos que nunca antes había experimentado, como la amistad o la belleza, y que pudo disfrutar con las ocurrencias de otros niños, escuchando sus confidencias, sintiéndose apreciado y querido. También imagino que no todo era de color de rosa y, aunque fuese un niño dichoso, no podría evitar compararse con el resto de sus amiguitos y amiguitas. Por sus aitás, sé que se preguntaba por qué no podía hacer algunas cosas como los demás y que llegó el día en el que supo que padecía una enfermedad que le impedía ser como el resto de los niños; pero también me dijeron que, lejos del desaliento, su inteligencia y su buen talante le sirvieron para cultivar otras habilidades que le permitieron soñar con un porvenir laboral en el mundo de los videojuegos y disfrutar de las posibilidades que la informática le ofrecía en el campo de la música electrónica.
La cruel progresión de la enfermedad empañó su ánimo, cercenó sus esperanzas. Cada día que pasaba, su movilidad se reducía. La silla de ruedas y el aparato de ventilación mecánica se hicieron compañeros inseparables. El universo de Pablo fue menguando; dejó de acudir a la piscina y tampoco quería salir a la calle. Le avergonzaba que pudieran verle con el respirador o que comprobaran el progresivo deterioro físico que estaba sufriendo. Para colmo de males, cuando su salud más se resentía, se había convertido en un ser adulto para los servicios sanitarios.
A pesar de todas las atenciones médicas y de los primorosos cuidados que le dispensaban en su hogar, su salud siguió empeorando. Le costaba respirar, no le apetecía comer, adelgazaba y cada día se sentía más agobiado. Temía que algo pudiera separarle de sus padres y quería que estuviesen siempre junto a él. Luchaba para impedir que el sueño le venciera en la oscuridad; solo dejaba que, al alba, el cansancio serenase su espíritu y que un dulce sopor lo invadiera. Prisionero de una gran angustia, un día no pudo evitar decirle a su madre: “¡Que tus ojos sean lo último que vea cuando cierre los míos! ¡que tu rostro me acompañe en ese viaje que presiento y que tanto temo”!

Cristina y Felipe
(últimas notas)
Desde un punto de vista sanitario, Cristina y Felipe vivieron con gran desasosiego el salto de la atención pediátrica que recibían a la de adultos. Llegó a convertirse en un objetivo del propio Pablo, el que su experiencia sirviese para mejorar la asistencia de futuros pacientes como él. No deseaba que otros jóvenes sufriesen algunas de las vivencias que había padecido. Salvo contadas excepciones, en aquel traspaso se perdió parte de la magia y del encanto que le habían proporcionado aquellas profesionales especializadas en la atención de los niños.
Los últimos meses de su vida fueron terribles para sus padres. Pablo les decía que algo le oprimía por dentro y que no lograba relajarse. Cada día se sentía más ansioso y sus padres temían que los medicamentos que les recomendaban, empeorasen la enfermedad que padecía. Las noches se hicieron eternas. Cada poco tiempo debían cambiarle de postura y solo alcanzaba algunas horas de descanso después del alba. Las comidas se convirtieron en un auténtico infierno; cada día, tenía mayores dificultades para tragar. Los recursos tecnológicos de que disponían, no le resolvían los problemas respiratorios que presentaba y, a veces, se despertaba sobresaltado con una inmensa bocanada de aire.
Cristina dice que los últimos días todos se fueron desmoronando y que han desaparecido de su memoria muchas de las horas que vivieron juntos. Sin embargo, recuerda que le preguntaba a Pablo que no veía al hijo que ella conocía, que dónde estaba. Y él le respondía que estaba escondido, que tenía miedo. Le pesa en el alma que cada día le costara más esfuerzo mantenerse despierta para solventar todas las necesidades de Pablo.
Una noche su hijo tuvo alucinaciones y, al poco, dejó de comer y entró en un estado de semiinconsciencia. Dice que le lavaron con agua caliente, le dieron crema por todo el cuerpo, le pusieron calcetines para calentar sus pies, le humedecieron la boca con un paño de agua tibia y le dieron cacao en los labios. Cristina y Felipe le asieron de la mano y musitaron palabras de amor. Con un dolor inmenso sintieron que Pablo se moría; finalmente, exhaló su último suspiro.
Felipe y Cristina me confiesan que jamás perdieron la esperanza y, aunque nunca hablaron directamente de la muerte con Pablo, sabían que no deseaba morir, pues se consideraba muy joven y con muchas cosas por hacer. Creen que su hijo se marchó con el desconsuelo de saber que la medicina no estaba tan avanzada como pensaba y que algunos de los facultativos que le atendieron no supieron captar las necesidades físicas y psicológicas que tenía. También, que su hijo murió deseando que otros como él no sufrieran la experiencia de extrañar a sus pediatras, que les siguieran atendiendo hasta el final de sus vidas.
Cristina, Felipe, muchas gracias por hacernos partícipes de vuestras vivencias.
Y para ti, Pablo, un fuerte abrazo donde quiera que te encuentres.

Eduardo Clavé Arruabarrena

Pablo padecía una Distrofia Muscular de Duchenne

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