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Sol de invierno



SOL DE INVIERNO
La noche ha sido gélida. Era de madrugada cuando se consumían las últimas brasas del hogar y notaba cómo un intenso frío penetraba en mi cuerpo, adueñándose de mi alma. Me he levantado aterido a esperar el amanecer cubierto con una manta. Al alba, una fina capa de escarcha teñía el monte de un efímero color blanco y la ausencia de follaje invitaba a descubrir rincones del paisaje vedados el resto del año.
Permanecía absorto tras el ventanal, cuando he advertido con espanto el paso de los años, al ver el reflejo de mi rostro en el cristal… Solo me quedan imágenes borrosas del niño que fui en brazos de mi padre, del chico que jugaba con su hermana en el largo pasillo de casa, del adolescente que se resistía a separarse de las faldas de su madre, del joven que sintió el amor por vez primera. La melancolía ha invadido mi espíritu, que languidece y me arrastra a un estado de profunda apatía. Cuando la claridad del día ilumina cada rendija de la habitación, me rebelo contra esta parálisis y, sacando fuerzas de flaqueza, decido alejarme del aire viciado que ha inundado el interior de la estancia.
Mi compañera sabe que soy desmañado y observa en silencio cómo revuelvo las prendas del armario. Cuando acabo con su paciencia, se decide a tomar la iniciativa y me aconseja la ropa más conveniente para la salida que me dispongo a realizar. Luego, al ir a preparar la mochila, compruebo que ha cocinado una tortilla y ha puesto algo de té en un termo sin que yo se lo hubiera pedido y, antes de emprender la caminata, me advierte del riesgo de sufrir un resbalón a causa de la tierra helada. Ni siquiera intento tranquilizarla porque conoce mi torpeza, pero sabe bien de mi prudencia. Toda una vida de detalles que no necesita de declaraciones de amor.
Mientras atravieso el pueblo, me sale al paso un perro ladrando y en actitud desafiante. No deseo enfrentarme a él, pero no me queda más remedio que demostrarle que seguiré mi camino, aunque él se oponga. El chucho se amilana y me deja continuar, pero sus ladridos han alertado al resto de los canes del lugar que se unen en un coro desafinado y disperso, hasta que salgo del municipio. Tomo la senda del barranco de Villaverde y, al poco de iniciar el ascenso, me topo con una ternera que advierte mi presencia y se aleja parsimoniosa permitiéndome seguir la marcha.
Por un momento me pregunto si los pequeños contratiempos que encuentro en el paseo si no son un reflejo de los de la vida y, al poco, descubro la respuesta al atravesar algunos trechos del camino, cubiertos por zarzas y matorrales que se extienden por ambos lados y que amenazan con lacerar la piel de mi cuerpo que, especialmente hoy, lo noto muy frágil. Incluso llego a sentir que las desnudas ramas de los chopos y los nogales son una fiel imagen de mi alma afligida. Pero, como la vida misma, también la belleza se abre paso en este frío invierno y puedo admirar al verderón que posa distraído en un ramal y que, al instante, emprende un vuelo corto hasta un arbusto cercano y, de éste a otro, hasta que, finalmente, desaparece de mi vista. Y, como sucede con algunas de las dificultades de la existencia que con el paso de las semanas van desapareciendo, compruebo que la escarcha también se va retirando del monte y que solo, en las zonas más umbrías, persisten algunas placas de hielo. ¡Ojalá que todo mi ser fuese capaz de soportar las penas como este suelo empedrado resiste las pisadas de los animales sin embarrarse!
Continúo la marcha ensimismado hasta que el sonido de unos cencerros me avisa de la presencia de vacas en las cercanías y, aunque tienen fama de pacíficas, temo que puedan embestirme al intentar proteger a sus crías, por lo que busco rutas alternativas que las eviten.  Pienso en todas las madres del mundo que no dudarían en dar la vida por sus hijos, y alcanzo a comprender bien el comportamiento de las reses. Finalmente, las dejo atrás y encaro el último tramo de ascenso con el sol templando mi espalda. En la cumbre, compruebo que los pastores han reparado la alambrada que limita Tobía con Villaverde de Rioja y que impide que el ganado de unos invada los prados del vecino.
Abajo se distinguen algunas casas del pueblo y, sin darme tiempo para el descanso, inicio el descenso dejando a un lado un espléndido enebral que parece resistir bien los rigores de este invierno, que es más severo que los anteriores. Mis preocupaciones y lamentos se van disipando en la misma medida en que mis pies se aligeran, y siento que voy en volandas. La añoranza de un tiempo pasado me atrapa de nuevo al recordar las visitas que hacía a Julito, el hermano menor de Javier, uno de mis amigos de la infancia. Las ventanas de las casas donde vivíamos colindaban y nuestras madres se habían hecho amigas contándose los pormenores de sus vidas, mientras colgaban la ropa en el patio. Por aquel entonces, Julito guardaba cama convaleciente de una enfermedad y, su hermano y yo, jugábamos en su dormitorio fantaseando que conducíamos grandes camiones, atravesando países como Francia o Alemania. Al momento, estábamos navegando por mares procelosos, lanzando nuestros arpones a enormes ballenas o dando muerte a pulpos monstruosos y, en apenas un instante, viajábamos en avión a la selva africana buscando nuevas aventuras. Julito reía contemplándonos desde su cama y sus carcajadas inundaban la habitación, mientras nosotros seguíamos ideando mil y una peripecias. Después sacábamos las canicas o las chapas y competíamos hasta que el día oscurecía. A veces, Julito se dormía mecido por nuestras voces, sin que nuestros gritos pudiesen despertarle. Al llegar la noche, Elena, la madre de mi amigo, me avisaba de que había llegado la hora de volver a mi domicilio. Luego, y mientras yo cenaba solo en la cocina, mi madre y mi hermana faenaban en las labores de la casa esperando a que mi padre llegara del txikiteo. Más tarde, iba a mi cuarto a hacer los deberes, hasta que me vencía el sueño arrullado por el murmullo lejano de las conversaciones de mi familia. Entonces, me acostaba en mi cama sin pensar en lo que sucedería el día siguiente…
Un resbalón inoportuno bajando la cuesta, me aparta de estas cavilaciones e, inexplicablemente, mantengo el equilibrio a pesar de que mis dos piernas se deslizan sobre un suelo embarrado. Al traste se han ido los recuerdos de la infancia y las reflexiones que pudiera hacer sobre la amistad y la importancia que ésta ha tenido en mi vida ayudándome a sobrevivir a los pesares y sufrimientos. Pasado el susto y mientras acometo el último tramo que me acerca a Villaverde, unos sabuesos encerrados en una perrera me ladran, pero sus ladridos parecen más lastimeros que belicosos. Requieren mi atención, claman contra el olvido pidiendo que su amo, o cualquier ser humano, se apiade de ellos, los socorra, los acaricie, los alimente.
Cuando alcanzo el pueblo, dejo a un lado la parroquia de la Asunción y sigo por una callejuela abajo. Entre calles contemplo a dos personas sentadas en unas sillas que se dejan acariciar por el sol. Uno de ellos, con la cara arrugada y curtida por años de labores a la intemperie, apoya sus manos en el cayado y, sobre ellas, reposa su quijada. El otro, ataviado con una visera, es algo más joven y tiene una barba cana y poblada. Al llegar a su altura, les doy los buenos días y sigo mi camino pensando que ya he cumplido con corrección. Sin embargo, el lugareño de la visera me dice si me molestaría el que me hiciera una pregunta. Al oírle hablar, tengo la impresión de que padece cierto retardo mental producto, quizá, de un daño cerebral adquirido. Le miro y me detengo a escucharle.
-          ¿Puede decirnos de dónde viene?
-          De Tobía, le respondo.
Y les digo a continuación:
-          Me dirijo a Badarán.
-          ¿Conoce el camino?, inquiere.
Muevo la cabeza afirmativamente y le agradezco el detalle de que quiera enseñármelo. Pienso en la diferencia de la vida de los pueblos con la de la ciudad, donde cientos de personas nos cruzamos sin apenas mirarnos, y lamento que cada vez nos sintamos menos preocupados por el prójimo.
Cuando salgo del núcleo urbano de Villaverde, avanzo por un camino de tierra que me permite atajar un centenar de metros y apartarme de la carretera comarcal. Mientras atravieso algunas huertas, un grupo de gorriones se asustan alzando el vuelo al verme y observo, a lo lejos, a un anciano que se desplaza lentamente con su cachava. A medida que me voy acercando, veo que el paisano está mirándome con los ojos bien abiertos y fijos, como las vacas que he dejado atrás en el monte. Parece que desea detenerse para pegar la hebra, pero no me siento generoso y, saludándole con un gesto de cabeza, prosigo sin suspender la marcha. Enseguida caigo en la cuenta de que me he comportado como el urbanita que acabo de criticar y me recrimino por no haberme parado siquiera un par de minutos y, así, haberle alegrado el oído al abuelo.
El final del atajo cobra una leve pendiente y, cuando alcanzo el alto, no me queda más remedio que seguir por la carretera durante unas decenas de metros hasta que se abre un camino de tierra a la derecha que me llevará a Badarán. Al poco de tomarlo, tres perdices emprenden el vuelo al oír el ruido de mis pasos. Aunque lo ignoren, deberían estar agradecidas de que el caminante no sea un cazador. Unos instantes más tarde, escucho el tímido canto de un pájaro que trata de esconderse entre las ramas de un árbol solitario. Se trata de un bello ejemplar de carbonero que, al detenerme para contemplarlo, emprende el vuelo alejándose hacia un terreno poblado de árboles.
Al fin, llego a un sitio apropiado para reparar las fuerzas. En el lugar, hay una hornacina labrada en pleno roble en la que está depositada una figura de la Virgen de Valvanera. Hay en la parte superior una leyenda que dice: “Rosa de la Montaña”. Mientras devoro el bocadillo, pienso en los cientos de peregrinos devotos de la Virgen que se habrán postrado ante su imagen rogando salud para los suyos o lluvia para sus cosechas. No puedo por menos que recordar la imagen de mi madre rezando el rosario y embadurnando de carmín con sus besos la figura de San Pancracio y las fotografías de todos sus muertos. Pienso en que pasó toda su vida dedicada a trabajar y a cuidar de sus hijos y nietos, hasta que la demencia quebró su voluntad y la condenó a una larga agonía privada de recuerdos. Examino su vida de amor y sacrificio, y concluyo que la vida no es justa.
Desvío la mirada del roble de la Virgen con un leve giro de mi cabeza y quedo extasiado ante el paisaje que alcanzan a ver mis ojos. Contemplo embobado los extensos campos sembrados de cereal que ya empiezan a verdear y los pueblos de Estollo, San Millán y Berceo que quedan enmarcados por las cumbres nevadas de San Lorenzo y de Cabeza Parda bajo un luminoso cielo azul. Semejante visión me fortalece y reanudo con nuevos bríos el trayecto siguiendo el consejo que me dio un labrador de Badarán para que no me perdiera por los caminos entre las viñas: “Toma la derecha en todas las bifurcaciones que te encuentres”. Todavía atrapado por la belleza de estos campos, diviso a varios miembros de una familia podando las cepas en una de las viñas aledañas al camino. Una de las mujeres hace gavillas con los sarmientos que, a buen seguro, servirán para asar a la brasa unas buenas chuletillas de cordero. A pesar de que he almorzado, se reaviva mi apetito y redoblo la marcha con la ilusión de que estoy sentado cerca de la lumbre ante un plato de caparrones con una copa de buen vino tinto; y, mientras imagino los platos que voy a llevarme a la boca, avisto de nuevo a las perdices que, ligeras, emprenden el vuelo cuando me acerco. Se me ocurre que hayan buscado la protección de la Virgen para que las haga solo visibles a los ojos de quienes quieran disfrutar contemplándolas.
Falta algo más de un kilómetro para alcanzar mi destino y noto la protesta de mi tendón de Aquiles. Me fijo en un buitre que planea oteando por encima de las viñas. Quizás piensa que el peregrino que cojea allá abajo puede convertirse en el alimento que sacie su hambre voraz. No le daré esa satisfacción y continúo mi itinerario renqueante dibujando en mi rostro una leve sonrisa al atisbar la torre de la iglesia. El sol de invierno realza la belleza de unos almendros en flor que me reciben al entrar en Badarán. Allí, otra hornacina construida en un árbol alberga una pequeña talla de la Virgen de Valvanera y, sobre ella, una advocación: “Estrella de la Mañana”. Reparo en que el paseo que he dado esta mañana invita a la oración y, pensando en mi madre, le ruego a la Virgen que, si su presencia es verdadera, me ayude a amar al prójimo como a mí mismo.
Los perros también me dan la bienvenida ladrando hasta desgañitarse y me adentro en el pueblo moviéndome entre calles hasta que llego a mi destino. Allí me espera Vega, la hija recién nacida de mis sobrinos que, cumpliendo con el ciclo de la vida, me sobrevivirá cuando yo sea solo polvo y ceniza.
Eduardo Clavé Arruabarrena

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