Aquel día, acudí
temprano a trabajar. Saludé a las enfermeras del turno de noche y me dirigí al
despacho. Encendí el ordenador y quise saber cómo se encontraba Andoni. Comprobé
que, al igual que las anteriores, había sido una mala noche. El médico de
guardia y la enfermera habían procurado aliviar el malestar del chico, que
parecía haberse tranquilizado a última hora.
Cuando me dirigí a su habitación estaba amaneciendo y apenas se distinguía algo del interior
de la estancia. La claridad del cielo comenzaba a filtrarse por las persianas y
una suave línea de luz atravesaba el umbral de la puerta. Una sombra, que se
confundía con los muebles, fue tomando forma humana de una manera apenas
perceptible y se fue aproximando a un pequeño bulto que sobresalía del
interior de las sábanas. Una voz melodiosa tarareaba una nana intercalando
algunas palabras como en susurros. A medida que mi vista fue haciéndose al
claroscuro, pude apreciar que unas manos acariciaban con ternura la cabecita de
aquel pequeño ser como solo una madre sabe hacerlo. La paz del momento se
veía interrumpida por el suave jadeo de aquella criatura objeto de sus caricias
y que denotaban su sufrimiento. Por un momento dudé si debía encender o no la luz, pero permanecí quieto y en silencio durante varios minutos. No
deseaba turbar aquella bella escena de amor. Giré con suavidad el pomo de la
puerta y salí al pasillo de la planta del hospital.
Conmovido por la
escena que había contemplado, traté de serenarme para poder atender al resto de
mis pacientes, pero no podía evitar la angustia que me invadía. Las últimas
noches no lograba conciliar el sueño. El sufrimiento de Andoni y de su madre desgarraba
mi corazón y quebraba la coraza que me había ido construyendo con los años de
profesión. Insomne, me levantaba de la cama y, frente a la ventana, trataba
de distraerme observando a los escasos transeúntes cuyas siluetas se dibujaban
como fantasmas bajo la luz de las farolas mientras se encaminaban a sus
casas. Luego, me sentaba en el sillón de la sala y ocultaba la cabeza entre mis
brazos en un vano intento de esconderme de la mirada perdida de Andoni. Sus
ojos se movían de una forma caótica y, aunque no podía verme, tenía la vaga
sensación de que me perseguían y se fijaban en mi rostro. Nunca, nadie, había
escuchado su voz. A veces, gemía y lloraba; en otras ocasiones, en su rostro se
esbozaba un gesto difícil de discernir si era o no de dolor. Deseaba convencerme de que, en su estado, Andoni no
podía saber lo que le sucedía, pero tenía mis dudas y me preguntaba si quizá
se expresaba de una manera distinta que no alcanzaba a comprender. Desconfiaba de que la razón humana fuera el único modo, ni siquiera el mejor, de ponerme en contacto con los
demás. Me resistía a creer que la riqueza de las emociones que sentía no
tuviesen una mayor contundencia. Reconocía que el mundo de los sentimientos era
difícil de comprender y de explorar, y que, a veces, era incontrolable, pero lo
experimentaba con una fuerza e intensidad indecibles.
Era media mañana
cuando me acerqué de nuevo a la habitación de Andoni. Su madre seguía
susurrándole palabras de amor. La disnea había empeorado y todo parecía indicar
que el fin estaba próximo. La tristeza volvió a embargarme, hasta que ocurrió
algo asombroso. Un rayo de sol se filtró por la ventana deslizándose entre las
rendijas de la persiana. La luz y las sombras se proyectaban sobre el rostro
del niño como si se tratara de un juego y, de repente, la maravillosa sonrisa
de Andoni se instaló ante nuestros ojos. Hasta aquel instante, yo solamente estaba
preparado para percibir su respirar desacompasado y ruidoso, su tórax deforme y
ansioso del aire que, invisible, le proporcionaba el sustento vital que le
permitía burlar un nuevo día a la muerte. Hasta entonces, únicamente era capaz de
ver cómo sus brazos inermes se movían al son de la tos y de escuchar unos sonidos
guturales que solo el amor de su madre sabía interpretar. Fue en ese momento
cuando alcancé a sentir algo de sosiego. Su madre y yo nos sumamos a la sonrisa
de Andoni y, aunque duró unos breves segundos, pude notar cómo aquel
acontecimiento nos proporcionó la fuerza que nos permitiría sentirnos unidos
frente al acecho de la muerte.
Este sencillo e inesperado
milagro alivió el desconsuelo que se había apoderado de mí aquellos días. Me
pregunté, cuántos instantes de semejante magnitud y
belleza había conocido en mi vida. De mi corazón afligido ante la cruda visión de aquel ser que exhalaba
su último suspiro, brotó un sentimiento de piedad y de compasión que me
enriquecieron como persona. No pude evitar cuestionarme cómo un ser tan
profundamente discapacitado como Andoni lograba extraer la belleza que se
escondía en mi interior. Comprendí que la mirada de mi alma era la que estaba
enferma, y que el amor de aquella madre por su hijo, unido al juego de luz y
sombras que aquel rayo de sol nos había proporcionado, eran el remedio que Andoni me proponía para ayudar a sanarla.
A mi memoria
acudieron algunos versos que Joan Margarit (1) había escrito durante la
enfermedad y muerte de su hija:
A las once mirábamos
las gotas de la lluvia en el cristal
como si resbalaran por la noche.
(1) Margarit Joan. “Joana”.
Ed. Hiperion S.L. Madrid 2002.
Eduardo Clavé Arruabarrena
Eduardo Clavé Arruabarrena
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