
A la vera del camino, se yergue un rudimentario mojón que nos avisa de que, en aquel lugar y en otro tiempo, se erigía un monasterio. Un texto, escrito con mejor intención que maña, informa al caminante de que allí se honraba a San Cristóbal y que vivieron y murieron tres santos: Citonato, Geroncio y Sofronio. Tras husmear un rato por los alrededores, y con mucha imaginación, se pueden apreciar algunos restos escondidos entre zarzas y arbustos que pudieron constituir la base de lo que algún día fue un edificio. Los paisanos no saben decirme nada de los santos y no me quedará más remedio que preguntar a alguno de los monjes que todavía ejerce su labor pastoral en los alrededores, en el Monasterio de Valvanera, si quiero conocer algunos avatares de sus vidas. También puedo escarbar en internet, pero, si lo pienso mejor, lo que me inquieta de verdad no es saber de sus vidas o cómo murieron. Lo que realmente me perturba, es imaginar las vidas de las personas que convivieron con los santos en estos parajes. Me pregunto si disponían de tierras propias o trabajaban para los monjes del monasterio, si tenían hijos, si pasaron hambre, frío u otras calamidades, o, si a lo largo de sus vidas, sin duda difíciles, alcanzaron momentos de felicidad.
Mientras
me entretengo en estas ensoñaciones, me topo con Juan Pedro. Me dice que desde
el día de San Bernabé ya no duermen las ovejas en el pueblo, que llevó el
rebaño al monte y que las dejó a la intemperie. Juan Pedro es un hombre sobrio,
poco dado a las palabras, por lo que me extraña el tiempo que hoy me dedica. En
el curso de la conversación me cuenta que los pastores del pueblo vecino han
sufrido el ataque de un lobo y que han perdido varias ovejas. No deja de
sorprenderme, ya que no tenía noticia de que estuvieran tan cerca, y me surge
la duda acerca de si las ovejas no habrán sido víctimas de los ataques de perros
asilvestrados. Me confirma que ya no se queda a dormir en el monte para vigilar
al rebaño como lo hacía su padre y me comenta que los corrales, que antes les
servían de refugio y morada, están abandonados y ruinosos. En esta zona el
pastoreo ya no se ejerce como antaño; los pastores suben al monte a veces
andando y otras en una furgoneta, y vigilan a las ovejas tan solo durante el
día; al atardecer, las dejan que campen a sus anchas y retornan al pueblo donde
les espera una cena recién hecha y una cómoda cama.
Algo más tarde, cruzo algunas palabras con Amador, el padre de Juan Pedro. Al contrario que su hijo, Amador es un hombre dicharachero, de conversación jocosa, al que le gusta platicar y al que hay que poner un freno cuando, agotado por el torrente de sus palabras, has decidido marcharte de su lado. Después de un rato de animada conversación, trato de despedirme de él y, mientras me alejo, manifiesta su alegría por tener noventa y un años y tan buen humor. Me detengo y le pregunto si el secreto de su longevidad reside en su buen humor; me responde que es posible, pero que también sabe dar rienda suelta a su genio cuando alguien le hace algún mal. Se despide, al fin, soltando una sonora carcajada.
Tomo de nuevo el paso alejándome de la compañía de Amador y de un mundo que se extinguirá con él. Mi pensamiento empieza a divagar, aunque no puedo evitar el recuerdo de las maravillas que he visto durante el día. El brezo estaba en flor y ribeteaba de un color lila las laderas del monte. La retama ya había perdido la flor que hacía unas pocas semanas amarilleaba el camino, pero sus ramas, de un precioso color verde, refrescaban el ambiente. Durante el paseo me sentía protegido por las hayas, los robles y los pinos que impedían que el sol del estío me abrasara. También notaba la compañía de cientos de mariposas revoloteando a mi alrededor que dibujaban en el aire pequeños arco iris.
De pronto, he recordado cómo, después de varias horas de marcha, mis piernas estaban cansadas y me senté a la sombra de un fresno. Apoyado en el tronco cerré los ojos con la intención de reposar y de atrapar la serenidad del lugar, pero, acunado por el zumbido de las abejas, me fui adormeciendo. En el duermevela aparecieron algunos amigos de la infancia que, entre juegos ya olvidados por el paso del tiempo, me iban narrando pequeños retales de sus vidas. Los ladridos de unos perros y las voces de unos niños me devolvieron a la realidad y la nostalgia se fue apoderando de mí.
Eduardo Clavé Arruabarrena
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