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Recuerdos de la universidad




Al atardecer del domingo dejaba a mi familia en Rentería y, a través de los Ferrocarriles Vascongados, viajaba hasta la estación de Atxuri. Bilbao era una ciudad gris e inmensa, pero acogedora. La Universidad en Lejona (Leioa en la actualidad) me pareció un oasis de libertad y cultura. Amilanado, me sentaba en alguno de los escalones del anfiteatro de la facultad y, absorto, escuchaba la voz clara del profesor Sarrat quien, con trazo firme, dibujaba huesos, tendones y nervios, desentrañando los secretos del cuerpo humano. Más tarde, sobrecogido por una atmósfera impregnada de formol, asfixiante, me enfrentaba en las mesas de disección con cadáveres anónimos, personas de cuya vida jamás tendría conocimiento y cuya historia trataba de imaginar. Comenzaba mi sueño de ser médico.

Codo con codo y por primera vez en mi vida estudiaba junto a jóvenes y atractivas mujeres. Los compañeros de curso me parecían hombres decididos, resueltos. Mirando al suelo y caminando por las esquinas, confiaba en poder pasar desapercibido. De soslayo, observaba a aquellas bellas estudiantes que iluminaban los días grises de invierno y aligeraban la pesada carga que suponían las interminables horas de estudio. Recuerdo también las noches de prácticas en urgencias o esperando poder ver un parto que no llegaba, el tétrico pabellón de autopsias del hospital de Basurto, las salas llenas de enfermos…

*     *     *

Dice Gabriel García Márquez que la vida no es la que uno vivió, sino la que uno recuerda y cómo la recuerda para contarla. Los primeros años de universidad viví de patrona en el barrio de San Ignacio compartiendo habitación con un chico de mi pueblo que estudiaba Biología. Por la mañana temprano tomaba el tren que me llevaba a la estación de Lejona. Allí, un autobús destartalado nos subía a la universidad. A veces, acabada la clase de Gandarias y mientras desalojábamos el aula, cerraba los ojos e intentaba atrapar el aroma de alguna estudiante. Luego, en la biblioteca, trataba de poner en orden mis ideas, cosa que no resultaba fácil con textos y fórmulas de aminoácidos y ácidos grasos. Ahora que lo pienso, quizá el profesor Guimón me hubiera ayudado a ordenarlas.

Por la tarde, salía a pasear por el barrio y, en ocasiones, me acercaba a la facultad de Sarriko donde algunos amigos del pueblo estudiaban económicas. Al volver, me entretenía observando las sombras que se movían en el interior de casas débilmente iluminadas, mientras el eco lejano de una conversación o el sonido de una televisión llegaba a mis oídos. De noche, cuando ya estaban cansados mis ojos y me sentía incapaz de descifrar mis propios apuntes, un halo de soledad me invadía. Entonces, giraba el dial de la radio para sintonizar una emisora musical y, tumbado en la cama, me dejaba mecer por las ondas. La música y el recuerdo de los míos siempre me acompañaban en aquellos momentos.

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Cuando las clases se trasladaron a Basurto, me alojé en una pensión cercana al hospital. Compartía habitación con Yon Iza, compañero de promoción y amigo. La estancia tenía solo una ventana que daba a un oscuro patio interior. Colgaba del techo una bombilla huérfana cuya luz mortecina descubría unas paredes desconchadas y restos de pintura que algún día habían dado color a aquel aposento. La luz de un flexo instalado sobre una mesa camilla nos permitía estudiar hasta altas horas de la madrugada y un pequeño transistor nos ponía al día de una realidad que sentíamos opresiva y asfixiante. La pensión disponía de un baño alargado y austero que compartíamos con otros personajes, algunos sombríos y otros pintorescos, con quienes solíamos tropezar en el pasillo. A veces, mientras estudiábamos o ya acostados tratando de conciliar el sueño, el rumor de un soliloquio nos turbaba. Entonces una extraña inquietud me invadía pensando en la manera que tenían aquellos desconocidos de huir de su soledad.

Por la mañana, antes de acudir a clase, nos procurábamos un aseo rápido y partíamos a pie hacia el hospital. De camino veíamos a los reclutas haciendo guardia en la entrada del cuartel Garellano. Algunos días, mientras el profesor nos explicaba la etiología de las distintas enfermedades, se podía escuchar el eco lejano de los toques de corneta o la música que interpretaba la banda militar. Entonces yo era un estudiante timorato y no dejaba de sorprenderme la valentía de los objetores de conciencia. Me parecía que la paz era un bien difícil de lograr y dudaba que mi aportación pudiera servir para eliminar la violencia y las guerras de nuestras vidas.

Aunque amplios sectores de la población iban saliendo de la pobreza, las carencias y las necesidades seguían estando presentes. Jon y yo comíamos y cenábamos en tascas y bares económicos, compartiendo mesa con obreros de la construcción, aprendices y transportistas. Se servían comidas sencillas, sin florituras, destinadas a calmar el hambre y a proporcionar la energía necesaria para finalizar el día sin agobio. A veces, nos oreábamos paseando cerca de La Casilla o yendo al barrio de Indautxu. También por aquellos años se estrenaron algunas películas que merece la pena evocar. La visión de “Jhony cogió su fusil” fue un revulsivo que transformó la idea que tenía hasta entonces de la medicina. Creo que fue el profesor Méndez quien nos recomendó que la viéramos. Aquellos años se estrenaron también “Verano del 42” y “La Naranja Mecánica”. Todo indicaba que se acercaban tiempos nuevos y que podríamos liberarnos de las ligaduras del pasado. En septiembre de 1975 fueron fusilados 3 miembros del FRAP y 2 militantes de ETA. En noviembre del mismo año murió Franco y la primavera que siguió fue mucho más colorida que nunca. Algo más tarde llegaría el final de la carrera y cada uno de nosotros emprenderíamos el vuelo de nuestras vidas.

*     *     *

Creo que fue el profesor Piniés quien nos preguntó qué nos había motivado a estudiar Medicina. Entonces desconocía cuánto sufrimiento iban a contemplar mis ojos, no sabía que iba a sentir un profundo desasosiego al tomar algunas decisiones, que iba a sonreír, y hasta reír, con algunos enfermos, que me iba a invadir una sensación de serenidad al finalizar un trabajo bien hecho, que iba a llorar junto a las familias con la pérdida de su ser querido. Ahora, que se acerca el final de mi vida laboral, desearía creer que he sido digno de la confianza que me han mostrado muchos enfermos y sus familiares. Y, como profesional, que he sido merecedor de las enseñanzas de tantos maestros y compañeros que me han acompañado a lo largo de mi vida. Un abrazo para todos vosotros, compañeros de la IV promoción.

No deseo finalizar estos relatos de la universidad sin un recuerdo emocionado de María José Gorostiaga, amiga y compañera de la IV promoción, a quien un desgraciado accidente de tráfico arrebató su vida privándonos de su bondad y de su alegría de vivir.

Eduardo Clavé Arruabarrena

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