que tu mundo se
detiene y abandonas todo movimiento.
Qué tiene la Luna cuando
la miras, criatura,
que tu ánimo se
serena y te dejas mecer en mis brazos.
Qué tiene la Luna cuando
la miras, cariño,
que te acurrucas en
mi pecho y nos une en un abrazo.
Qué tiene la Luna cuando
la miras, niño,
que cose
tu alma a la mía y el tiempo se desvanece.
Hoy
ha sido un día de ensueño, Kilian. Los pájaros piaban al amanecer. Algunos
rayos de sol pugnaban por colarse entre las rendijas de las persianas. Abrazándote,
tu ama* te ha cantado una bella canción mientras te desperezabas. Enseguida, has
dirigido tus ojos a la estantería. Balbuceando, señalabas con tu dedo índice al
pequeño peluche. También tú deseabas abrazar a tu amiguito.
Mientras
tu ama te daba el desayuno, como por encanto yo me sumergía en el desván de la
memoria, me sentía poseído por un rumor de recuerdos: alegres imágenes de la
infancia, el primer beso, el primer amor, el primer dolor… Cientos de
vicisitudes se han sucedido en estas décadas que he vivido, Kilian. Todas ellas
fueron modelando la persona que ahora te pasea, te cambia los pañales y se
inventa las pequeñas narraciones que te distraen. Y, aunque no vivo de
recuerdos, la memoria sigue siendo un puntal de mi vida, mi gran aliada.
Luego
te acercaste con tus brazos suplicantes, anhelando los míos. Se deshizo el
hechizo, la remembranza se difuminó… Pero, al observarte, veía a mis padres en
el reflejo de tus pupilas, también a mi hermana y a tu abuela, todos ellos
ausentes. Sentía que decenas de personas queridas me contemplaban a través de
tus ojos, me colmaban de amor. De lo más recóndito de tu ser manaba un cálido
aliento de humanidad.
Ya
estabas vestido, el día era soleado, hemos salido de paseo, una suave brisa nos
ha acariciado en el portal. Las mascarillas ocultaban el rostro de la gente, nos
impedían ver sus gestos. Recurriendo a las miradas, intentábamos vislumbrar el
estado de ánimo de los transeúntes, sus emociones, sus sentimientos. Difícil
tarea para quienes están acostumbrados a mirar sin ver.
¡No
hay mal que por bien no venga!, he pensado: tu generación aprenderá a reconocer
los afectos de sus semejantes atisbando las arrugas del entrecejo, la caída de
los párpados, la dirección de la mirada, la incertidumbre cuando el vacío se
interpone. Seréis los iniciadores del mundo nuevo que nos viene. No tiene por qué
ser peor del que os dejamos. Por el contrario, podéis aprender de nuestros
errores. Pero no alardees de los posibles objetivos logrados, también vosotros podréis
cometer pifias, desaciertos que se trasladarán a vuestra descendencia. No es mi
intención imbuirte el desánimo. El ser humano progresa a pesar de las
discordias, el malquerer, la codicia. Es el sino del hombre.
Al
hilo de estos pensamientos, nos hemos cruzado en el portal con nuestra vecina
Conchi. Es ya una anciana, tiene más de noventa años. Ha sido trabajadora
social. Ha permanecido soltera y ha dedicado su vida entera a los demás. En
cuanto nos ha visto, te ha mirado. Tú no te has inquietado. Has percibido la
bondad que reflejaba su rostro. Sus ademanes, sus palabras, proyectaban
dulzura, cariño. Pertenece a una generación de la que apenas guardarás
recuerdos cuando seas mayor, querido Kilian. Y cuando estudies la historia,
sabrás que numerosas personas anónimas, como Conchi, sobrevivieron a una guerra
civil y a una guerra mundial. Pero, como nos ha sucedido a muchos de mi edad que
no llegamos a sufrir vivencias tan traumáticas, serás incapaz de comprender qué
pudo significar para ella y sus coetáneos aquellas contiendas bélicas.
Observándola,
mientras te dirigía maternales palabras, no he podido por menos que recordar la
conversación que mantuve hace unas semanas con tu tío Omar, mi hijo. Me contó
que, rebuscando en la basura, en más de una ocasión se había encontrado
fotografías antiguas de personas que ya estaban muertas. Al examinarlas, él trataba
de imaginar sus vidas, sus alegrías y pesares. Me dijo que, a veces, fijándose
en pequeños detalles, no había podido contener las lágrimas, discurriendo sobre
la fugacidad de la vida, del olvido de lo que fuimos, del desamparo que
seremos. Entonces sentí mi espíritu hermanado con el suyo; me reafirmé en la
creencia de que ambos seguiríamos unidos por toda la eternidad.
Aunque
lo he intentado, me resulta imposible imaginar cómo se desenvolvieron mis
ascendientes durante la guerra y, después, en la posguerra. Mis padres apenas
mencionaban sucesos o acontecimientos de aquella época tan dramática. Era un
tema tabú. Lo que sí puedo asegurarte es que, durante años, el sufrimiento
infligido por el hombre al resto de los mortales ha sido para mí un motivo de
desasosiego, de reflexión, de meditación. Indagar en sus posibles causas, ha
constituido una auténtica obsesión para mí. Me preguntaba cómo eran posibles la
violencia, las disputas, los conflictos, las guerras. Me interrogaba acerca del
miedo, la ira, el odio, la crueldad, la injusticia de los hombres. Me cuestionaba
mi propio comportamiento, al reconocer cómo yo mismo había causado dolor y
sufrimiento a otras personas sin haberlo deseado. De todo ese tiempo, extraje
la pobre conclusión de mi profunda ignorancia. Justificaba mi desconocimiento
amparándome en la complejidad del alma humana. Pero quizá todo sea más simple,
quizá solo sea que la agresividad es consustancial al ser humano y sea una de
las razones que explican el triunfo de nuestra especie en el planeta. Pero el
éxito puede trocarse en un terrible fracaso, Kilian. La codicia, el egoísmo, la
violencia pueden arrastrar al género humano a límites insospechados, incluso
llegar a la extinción de la vida en la Tierra.
Con
el paso de los años, asumí mi incapacidad para comprender la agresividad, la
violencia, la injusticia que el hombre ejercía sobre otros individuos. Entonces
me propuse trabajar sin descanso en todo aquello que sirviera para evitar el
daño que yo mismo pudiera ocasionar, en mostrar mi más profundo arrepentimiento
si eso llegaba a suceder, en solicitar el perdón a la persona que yo hubiera
podido ofender. En definitiva, se desarrolló en mi ánimo el objetivo de aportar
algo, por mínimo que fuese, a la construcción de un mundo más justo, más pacífico.
El respeto, la tolerancia, la empatía, la solidaridad, la generosidad, la
compasión, se constituyeron en guías, en referencias, en virtudes que debía
adquirir. No hay nada extraordinario en lo que escribo, mi pequeño Kilian. No creas
que soy un santo, no lo soy. Pero me esfuerzo en ser una buena persona.
Después
de comer, Kilian, te he dejado con tus aitas*. Sé que te lo pasas en grande con
ellos, que cada día descubres algo nuevo, que cada momento es una sorpresa, que
no siempre comprendes lo que hacemos y que, a veces, te sientes molesto cuando
te decimos que no hagas una cosa o te queremos cambiar el pañal. Estás en la
senda del conocimiento, estás aprendiendo, estás creciendo. Como lo que se
enseña no siempre coincide con lo que se hace, confiemos en que, todos los que
te rodeamos, sepamos actuar con coherencia.
Te
he vuelto a ver al declinar el día. Estabas cansado, hambriento. Una vez más, he
tenido el privilegio de bañarte y, después, de acompañarte en la cena. Mientras
cenabas, atendías absorto mi voz desafinada destrozando los sones de una alegre
canción. Luego, seguías el cuento que te narraba observando con atención cada
movimiento de mi boca. Eran instantes mágicos, milagrosos, en los que yo percibía
tu cercanía no solo física, sino psicológica, hasta espiritual.
Cada
minuto que se sucede, criatura, noto que nuestros destinos se entrelazan. Dentro
de mí nace la esperanza de que siempre seamos uno parte del otro, de que nunca
tengas que llorar mi ausencia cuando mi cuerpo se desintegre y sea una mota de
polvo en el universo infinito. Ahora, en la anochecida, cuando el sol se ha
puesto y la sombra se ha enseñoreado del cielo, ambos buscamos la proximidad de
nuestros cuerpos. Abrazados, percibiendo el calor de nuestro pecho,
contemplamos la luz de la Luna y de las Estrellas. De mi boca nacen palabras
que arrullan tus sentidos y una plácida quietud nos envuelve. Pienso, valoro,
que solo el amor tiene sentido. Es tal la hermosura del momento, que ninguno,
ni tú ni yo, queremos que desaparezca. Por eso, renunciamos al sueño imaginando
que montamos en un unicornio y cabalgamos sobre la superficie desierta de la
Luna y, observando la Tierra de lejos, nos cobijamos a la luz de las estrellas.
Aitona*: abuelo en
euskera.
Ama*: madre en euskera.
Aitas*: aita es padre en
euskera. No existe la palabra “aitas”, aunque se emplea cuando se habla en
castellano en las zonas de uso habitual del vascuence. En euskera, para decir “padres”,
se emplea “Gurasoak”.
Autor: Eduardo Clavé Arruabarrena
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