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Kilian y la Luna. Monólogo del aitona (2)

 

           

 Qué tiene la Luna cuando la miras, pequeño,

                           que tu mundo se detiene y abandonas todo movimiento.

Qué tiene la Luna cuando la miras, criatura,

                           que tu ánimo se serena y te dejas mecer en mis brazos.

Qué tiene la Luna cuando la miras, cariño,

                           que te acurrucas en mi pecho y nos une en un abrazo.

Qué tiene la Luna cuando la miras, niño,

                           que cose tu alma a la mía y el tiempo se desvanece.

 

Hoy ha sido un día de ensueño, Kilian. Los pájaros piaban al amanecer. Algunos rayos de sol pugnaban por colarse entre las rendijas de las persianas. Abrazándote, tu ama* te ha cantado una bella canción mientras te desperezabas. Enseguida, has dirigido tus ojos a la estantería. Balbuceando, señalabas con tu dedo índice al pequeño peluche. También tú deseabas abrazar a tu amiguito.

Mientras tu ama te daba el desayuno, como por encanto yo me sumergía en el desván de la memoria, me sentía poseído por un rumor de recuerdos: alegres imágenes de la infancia, el primer beso, el primer amor, el primer dolor… Cientos de vicisitudes se han sucedido en estas décadas que he vivido, Kilian. Todas ellas fueron modelando la persona que ahora te pasea, te cambia los pañales y se inventa las pequeñas narraciones que te distraen. Y, aunque no vivo de recuerdos, la memoria sigue siendo un puntal de mi vida, mi gran aliada.

Luego te acercaste con tus brazos suplicantes, anhelando los míos. Se deshizo el hechizo, la remembranza se difuminó… Pero, al observarte, veía a mis padres en el reflejo de tus pupilas, también a mi hermana y a tu abuela, todos ellos ausentes. Sentía que decenas de personas queridas me contemplaban a través de tus ojos, me colmaban de amor. De lo más recóndito de tu ser manaba un cálido aliento de humanidad.

 

Ya estabas vestido, el día era soleado, hemos salido de paseo, una suave brisa nos ha acariciado en el portal. Las mascarillas ocultaban el rostro de la gente, nos impedían ver sus gestos. Recurriendo a las miradas, intentábamos vislumbrar el estado de ánimo de los transeúntes, sus emociones, sus sentimientos. Difícil tarea para quienes están acostumbrados a mirar sin ver.

¡No hay mal que por bien no venga!, he pensado: tu generación aprenderá a reconocer los afectos de sus semejantes atisbando las arrugas del entrecejo, la caída de los párpados, la dirección de la mirada, la incertidumbre cuando el vacío se interpone. Seréis los iniciadores del mundo nuevo que nos viene. No tiene por qué ser peor del que os dejamos. Por el contrario, podéis aprender de nuestros errores. Pero no alardees de los posibles objetivos logrados, también vosotros podréis cometer pifias, desaciertos que se trasladarán a vuestra descendencia. No es mi intención imbuirte el desánimo. El ser humano progresa a pesar de las discordias, el malquerer, la codicia. Es el sino del hombre.

 

Al hilo de estos pensamientos, nos hemos cruzado en el portal con nuestra vecina Conchi. Es ya una anciana, tiene más de noventa años. Ha sido trabajadora social. Ha permanecido soltera y ha dedicado su vida entera a los demás. En cuanto nos ha visto, te ha mirado. Tú no te has inquietado. Has percibido la bondad que reflejaba su rostro. Sus ademanes, sus palabras, proyectaban dulzura, cariño. Pertenece a una generación de la que apenas guardarás recuerdos cuando seas mayor, querido Kilian. Y cuando estudies la historia, sabrás que numerosas personas anónimas, como Conchi, sobrevivieron a una guerra civil y a una guerra mundial. Pero, como nos ha sucedido a muchos de mi edad que no llegamos a sufrir vivencias tan traumáticas, serás incapaz de comprender qué pudo significar para ella y sus coetáneos aquellas contiendas bélicas.

Observándola, mientras te dirigía maternales palabras, no he podido por menos que recordar la conversación que mantuve hace unas semanas con tu tío Omar, mi hijo. Me contó que, rebuscando en la basura, en más de una ocasión se había encontrado fotografías antiguas de personas que ya estaban muertas. Al examinarlas, él trataba de imaginar sus vidas, sus alegrías y pesares. Me dijo que, a veces, fijándose en pequeños detalles, no había podido contener las lágrimas, discurriendo sobre la fugacidad de la vida, del olvido de lo que fuimos, del desamparo que seremos. Entonces sentí mi espíritu hermanado con el suyo; me reafirmé en la creencia de que ambos seguiríamos unidos por toda la eternidad.

 

Aunque lo he intentado, me resulta imposible imaginar cómo se desenvolvieron mis ascendientes durante la guerra y, después, en la posguerra. Mis padres apenas mencionaban sucesos o acontecimientos de aquella época tan dramática. Era un tema tabú. Lo que sí puedo asegurarte es que, durante años, el sufrimiento infligido por el hombre al resto de los mortales ha sido para mí un motivo de desasosiego, de reflexión, de meditación. Indagar en sus posibles causas, ha constituido una auténtica obsesión para mí. Me preguntaba cómo eran posibles la violencia, las disputas, los conflictos, las guerras. Me interrogaba acerca del miedo, la ira, el odio, la crueldad, la injusticia de los hombres. Me cuestionaba mi propio comportamiento, al reconocer cómo yo mismo había causado dolor y sufrimiento a otras personas sin haberlo deseado. De todo ese tiempo, extraje la pobre conclusión de mi profunda ignorancia. Justificaba mi desconocimiento amparándome en la complejidad del alma humana. Pero quizá todo sea más simple, quizá solo sea que la agresividad es consustancial al ser humano y sea una de las razones que explican el triunfo de nuestra especie en el planeta. Pero el éxito puede trocarse en un terrible fracaso, Kilian. La codicia, el egoísmo, la violencia pueden arrastrar al género humano a límites insospechados, incluso llegar a la extinción de la vida en la Tierra.

Con el paso de los años, asumí mi incapacidad para comprender la agresividad, la violencia, la injusticia que el hombre ejercía sobre otros individuos. Entonces me propuse trabajar sin descanso en todo aquello que sirviera para evitar el daño que yo mismo pudiera ocasionar, en mostrar mi más profundo arrepentimiento si eso llegaba a suceder, en solicitar el perdón a la persona que yo hubiera podido ofender. En definitiva, se desarrolló en mi ánimo el objetivo de aportar algo, por mínimo que fuese, a la construcción de un mundo más justo, más pacífico. El respeto, la tolerancia, la empatía, la solidaridad, la generosidad, la compasión, se constituyeron en guías, en referencias, en virtudes que debía adquirir. No hay nada extraordinario en lo que escribo, mi pequeño Kilian. No creas que soy un santo, no lo soy. Pero me esfuerzo en ser una buena persona.

 

Después de comer, Kilian, te he dejado con tus aitas*. Sé que te lo pasas en grande con ellos, que cada día descubres algo nuevo, que cada momento es una sorpresa, que no siempre comprendes lo que hacemos y que, a veces, te sientes molesto cuando te decimos que no hagas una cosa o te queremos cambiar el pañal. Estás en la senda del conocimiento, estás aprendiendo, estás creciendo. Como lo que se enseña no siempre coincide con lo que se hace, confiemos en que, todos los que te rodeamos, sepamos actuar con coherencia.

 

Te he vuelto a ver al declinar el día. Estabas cansado, hambriento. Una vez más, he tenido el privilegio de bañarte y, después, de acompañarte en la cena. Mientras cenabas, atendías absorto mi voz desafinada destrozando los sones de una alegre canción. Luego, seguías el cuento que te narraba observando con atención cada movimiento de mi boca. Eran instantes mágicos, milagrosos, en los que yo percibía tu cercanía no solo física, sino psicológica, hasta espiritual.

 

Cada minuto que se sucede, criatura, noto que nuestros destinos se entrelazan. Dentro de mí nace la esperanza de que siempre seamos uno parte del otro, de que nunca tengas que llorar mi ausencia cuando mi cuerpo se desintegre y sea una mota de polvo en el universo infinito. Ahora, en la anochecida, cuando el sol se ha puesto y la sombra se ha enseñoreado del cielo, ambos buscamos la proximidad de nuestros cuerpos. Abrazados, percibiendo el calor de nuestro pecho, contemplamos la luz de la Luna y de las Estrellas. De mi boca nacen palabras que arrullan tus sentidos y una plácida quietud nos envuelve. Pienso, valoro, que solo el amor tiene sentido. Es tal la hermosura del momento, que ninguno, ni tú ni yo, queremos que desaparezca. Por eso, renunciamos al sueño imaginando que montamos en un unicornio y cabalgamos sobre la superficie desierta de la Luna y, observando la Tierra de lejos, nos cobijamos a la luz de las estrellas.

 

Aitona*: abuelo en euskera.

Ama*: madre en euskera.

Aitas*: aita es padre en euskera. No existe la palabra “aitas”, aunque se emplea cuando se habla en castellano en las zonas de uso habitual del vascuence. En euskera, para decir “padres”, se emplea “Gurasoak”.


Autor: Eduardo Clavé Arruabarrena


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