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El peregrino que pisaba tierra firme




Probablemente fuera la formación religiosa que recibió en su infancia la que forjó en él la ocurrencia de que, iniciando una larga andadura, un lento peregrinaje, hallaría alguna respuesta a las dudas que en los últimos años le habían corroído por dentro. Le poseía la romántica ilusión de que realizar el esfuerzo de caminar sin compañía, en soledad, durante casi un mes, iluminaría hasta los más profundos recovecos de su mente y le proporcionaría las fuerzas que precisaba para contener el sufrimiento que comenzaba a hacer mella en su espíritu. Esta idea le había persuadido de tal manera, que no le importaba arrostrar las inclemencias del tiempo ni el cansancio o el dolor de las llagas que se pudieran producir.

Inició el Camino de Santiago en Roncesvalles con esperanza. Cada día se despertaba al amanecer y, tras refrescarse la cara con agua fría, preparaba su mochila y emprendía la marcha con los primeros rayos del sol. A veces, tras haber recorrido un largo trecho, se sentaba a la vera del sendero y contemplaba absorto la montaña o el pueblo que se adivinaban lejanos. Otras veces, cobijándose de los rayos del sol a la sombra de cualquier árbol, trataba de meditar sobre el sentido de su vida. En ocasiones, se cruzaba con otro peregrino y le saludaba deseándole un buen camino. Convencido, confiaba que en alguna de aquellas vueltas del camino le aguardara la respuesta. Al final de cada etapa, su mirada se refugiaba en la oscuridad de la noche mientras se dejaba acariciar por el viento.

Los días fueron pasando, pero el recogimiento interior que anhelaba no acababa de revelarse. Solo el dolor y el cansancio se manifestaban, de forma que su pensamiento se dedicaba casi exclusivamente a resolver las diversas penalidades que se presentaban cada jornada. Al levantarse cada mañana, intentaba caminar evitando la presión sobre aquellas zonas en las que habían surgido las ampollas, pero solo lograba que nacieran otras nuevas en los lugares donde ahora se apoyaba. Surgían nuevos dolores que le hacían tomar conciencia de zonas de su cuerpo que nunca antes había sentido. En tierras de Castilla, enfermó. Las diarreas y la fiebre menguaron sus debilitadas fuerzas y, mientras se acercaba a las ruinas del Convento de San Antón, comenzó a delirar y creyó sentirse en plena Edad Media. Finalmente, llegó al pueblo de Castrojeriz exhausto y empezó a considerar que quizá debía abandonar la peregrinación a Santiago. Hasta entonces, el peregrino había pensado que pisaba tierra firme.

A partir de aquel día, se sintió más débil y vulnerable. Se avergonzaba de ser tan pusilánime rodeado como estaba de todas las comodidades de una sociedad moderna. Cuando comparaba su vida con la de los desheredados de los países pobres, no podía por menos que apiadarse del destino de aquellos millones de seres humanos cuyo único objetivo era seguir vivos cada día. Se sentía mucho más perdido que cuando había iniciado el viaje y comprendió que un gran foso se abría a sus pies y que la tierra que pisaba no era nada firme.

Discurrían los días, sus amaneceres y sus puestas de sol. Sentía cómo el calor del mediodía le abrasaba y cómo, en otras ocasiones, tenía que protegerse de la lluvia y de la fuerza del viento. No lograba meditar ni un instante. Su pensamiento se había reducido de tal manera que sólo tenía en cuenta cómo daría la próxima pisada eligiendo el lugar que fuera más cómodo para evitar el calvario que estaba padeciendo. A pesar de ello, algunas piedras traicioneras se incrustaban en las llagas de sus pies y un dolor terebrante le recordaba la dura realidad de aquella andanza. Cuando llegaba al final de cada etapa, se guarecía en el albergue y miraba su teléfono móvil para saber de su familia y amigos; luego, tomaba algún analgésico y se juntaba con otros peregrinos para escuchar historias que le permitiesen olvidar sus males. De esta manera, mejoraba su talante y recobraba la confianza en que podría completar su pequeña aventura personal. Las tierras de Galicia ya estaban cerca y presentía que, quizá, entre sus montes, entre sus árboles y ríos, podría reencontrarse a sí mismo.

Antes de iniciar el Camino, había reflexionado sobre su vida pasada, sobre la vejez, que la sentía próxima, y sobre la muerte que a todos les alcanza. Aquel día, cuando salió de León, pensó que no debía detenerse, que debía continuar hasta Astorga, aunque desfalleciera en el intento. Fue en aquella jornada cuando comparecieron “sus muertos”. Al evocarlos, afloró el dolor de su ausencia, pero también el recuerdo de su ternura, del amor y de la dedicación que le habían brindado. Le embargó la tristeza y algunas lágrimas surcaron su rostro. Había compartido su vida con unos seres tan maravillosos que se sentía indigno del amor que le habían dispensado. Rememoraba su pasado y le parecía que de su mochila sólo emergían intereses ruines y materiales. Con una fuerza inusitada aparecía la imagen de sus familiares en su mente y, golpeándose el pecho, se reafirmaba en la importancia que tenían en su vida. Reparó en algunos de los problemas que se entrecruzaban en las vidas de sus seres queridos y sintió que no les había amado lo suficiente. Pensó que no era merecedor de las personas que le habían precedido y que, para expiar su culpa, debía serlo de las que todavía estaban presentes en su vida. Entonces, el peregrino sacó fuerzas de flaqueza y enfrentando su cara al viento, afianzó la fuerza de sus pisadas y, mientras se acercaba a su destino, se fue reconciliando consigo mismo. Volvió a mirarse sin ira y trató de aceptarse tal cual era, con sus miserias y sus debilidades. Se hizo el firme compromiso de no hacer mal a nadie y tomó la sólida decisión de hacerse merecedor del amor de su familia. No quiso olvidarse del resto de personas que le acompañaban en su transitar por este mundo y pensó que algún bien podría hacerles ejerciendo lo que mejor sabía hacer: la medicina.

Tras la reconciliación, el peregrino supo que ahora sí empezaba a pisar tierra firme y llegó a Santiago. Al día siguiente, el tren le devolvió con los suyos y sintió que una serena felicidad le invadía. 

Eduardo Clavé Arruabarrena

Comentarios

  1. Serena reflexión de lo vivido, y compromiso con lo que le quedaba por vivir, en el camino jalonado de dificultades que todos hacemos hasta el día en que vemos ponerse el sol por última vez en su lecho... El peregrino desnuda su alma y nos hace partícipe de sus tribulaciones...No debe es fácil sobreponerse al dolor físico y al cansancio del camino para ver con claridad el objeto de tu viaje...

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