Inició el Camino de Santiago en
Roncesvalles con esperanza. Cada día se despertaba al amanecer y, tras refrescarse
la cara con agua fría, preparaba su mochila y emprendía la marcha con los
primeros rayos del sol. A veces, tras haber recorrido un largo trecho, se
sentaba a la vera del sendero y contemplaba absorto la montaña o el pueblo que
se adivinaban lejanos. Otras veces, cobijándose de los rayos del sol a la
sombra de cualquier árbol, trataba de meditar sobre el sentido de su vida. En
ocasiones, se cruzaba con otro peregrino y le saludaba deseándole un buen
camino. Convencido, confiaba que en alguna de aquellas vueltas del camino le
aguardara la respuesta. Al final de cada etapa, su mirada se refugiaba en la
oscuridad de la noche mientras se dejaba acariciar por el viento.
Los días fueron pasando, pero el recogimiento interior que anhelaba no acababa
de revelarse. Solo el dolor y el cansancio se manifestaban, de forma que su
pensamiento se dedicaba casi exclusivamente a resolver las diversas penalidades
que se presentaban cada jornada. Al levantarse cada mañana, intentaba caminar
evitando la presión sobre aquellas zonas en las que habían surgido las
ampollas, pero solo lograba que nacieran otras nuevas en los lugares donde
ahora se apoyaba. Surgían nuevos dolores que le hacían tomar conciencia de
zonas de su cuerpo que nunca antes había sentido. En tierras de Castilla, enfermó. Las diarreas y la
fiebre menguaron sus debilitadas fuerzas y, mientras se acercaba a las ruinas
del Convento de San Antón, comenzó a
delirar y creyó sentirse en plena Edad Media. Finalmente, llegó al pueblo de Castrojeriz exhausto y empezó a
considerar que quizá debía abandonar la peregrinación a Santiago. Hasta entonces, el peregrino había pensado que pisaba
tierra firme.
A partir de aquel día, se sintió más
débil y vulnerable. Se avergonzaba de ser tan pusilánime rodeado como estaba de
todas las comodidades de una sociedad moderna. Cuando comparaba su vida con la
de los desheredados de los países pobres, no podía por menos que apiadarse del
destino de aquellos millones de seres humanos cuyo único objetivo era seguir
vivos cada día. Se sentía mucho más perdido que cuando había iniciado el viaje
y comprendió que un gran foso se abría a sus pies y que la tierra que pisaba no
era nada firme.
Discurrían los días, sus amaneceres y sus
puestas de sol. Sentía cómo el calor del mediodía le abrasaba y cómo, en otras
ocasiones, tenía que protegerse de la lluvia y de la fuerza del viento. No
lograba meditar ni un instante. Su pensamiento se había reducido de tal manera
que sólo tenía en cuenta cómo daría la próxima pisada eligiendo el lugar que
fuera más cómodo para evitar el calvario que estaba padeciendo. A pesar de ello,
algunas piedras traicioneras se incrustaban en las llagas de sus pies y un
dolor terebrante le recordaba la dura realidad de aquella andanza. Cuando
llegaba al final de cada etapa, se guarecía en el albergue y miraba su teléfono
móvil para saber de su familia y amigos; luego, tomaba algún analgésico y se
juntaba con otros peregrinos para escuchar historias que le permitiesen olvidar
sus males. De esta manera, mejoraba su talante y recobraba la confianza en que
podría completar su pequeña aventura personal. Las tierras de Galicia ya estaban cerca y presentía
que, quizá, entre sus montes, entre sus árboles y ríos, podría reencontrarse a
sí mismo.
Antes de iniciar el Camino, había reflexionado sobre su
vida pasada, sobre la vejez, que la sentía próxima, y sobre la muerte que a
todos les alcanza. Aquel día, cuando salió de León, pensó que no debía detenerse, que debía continuar hasta Astorga, aunque desfalleciera en el
intento. Fue en aquella jornada cuando comparecieron “sus muertos”. Al
evocarlos, afloró el dolor de su ausencia, pero también el recuerdo de su
ternura, del amor y de la dedicación que le habían brindado. Le embargó la
tristeza y algunas lágrimas surcaron su rostro. Había compartido su vida con
unos seres tan maravillosos que se sentía indigno del amor que le habían
dispensado. Rememoraba su pasado y le parecía que de su mochila sólo emergían
intereses ruines y materiales. Con una fuerza inusitada aparecía la imagen de
sus familiares en su mente y, golpeándose el pecho, se reafirmaba en la
importancia que tenían en su vida. Reparó en algunos de los problemas que se
entrecruzaban en las vidas de sus seres queridos y sintió que no les había
amado lo suficiente. Pensó que no era merecedor de las personas que le habían
precedido y que, para expiar su culpa, debía serlo de las que todavía estaban
presentes en su vida. Entonces, el peregrino sacó fuerzas de flaqueza y
enfrentando su cara al viento, afianzó la fuerza de sus pisadas y, mientras se
acercaba a su destino, se fue reconciliando consigo mismo. Volvió a mirarse sin
ira y trató de aceptarse tal cual era, con sus miserias y sus debilidades. Se
hizo el firme compromiso de no hacer mal a nadie y tomó la sólida decisión de
hacerse merecedor del amor de su familia. No quiso olvidarse del resto de
personas que le acompañaban en su transitar por este mundo y pensó que algún
bien podría hacerles ejerciendo lo que mejor sabía hacer: la medicina.
Tras la reconciliación, el peregrino
supo que ahora sí empezaba a pisar tierra firme y llegó a Santiago. Al día siguiente, el tren le devolvió con los suyos y
sintió que una serena felicidad le invadía.
Eduardo Clavé Arruabarrena
Serena reflexión de lo vivido, y compromiso con lo que le quedaba por vivir, en el camino jalonado de dificultades que todos hacemos hasta el día en que vemos ponerse el sol por última vez en su lecho... El peregrino desnuda su alma y nos hace partícipe de sus tribulaciones...No debe es fácil sobreponerse al dolor físico y al cansancio del camino para ver con claridad el objeto de tu viaje...
ResponderEliminar